«Selva trágica»: La selva y su tono real
Todo empieza una mañana fresca y calurosa, una mañana
llena de amor y complicidad, de luz y pocas sombras, de aves y cantos, de
belleza y nostalgia, de caza y alegría, de espera y angustia. Mariana, el
personaje principal, está junto al amor de su vida, su esposo Alfredo. Ambos se
adoran, tienen una vida plena. Todo es flores, aire fresco y mariposas. Hasta
ahí todo es romanticismo y anhelo, todo está en su lugar. Pero como nada es
gratuito en la vida —menos en la selva, en su real dimensión, la tragedia, la
pobreza, la austeridad y el drama, arremeten contra las miles de familias que
viven en la ruralidad del Perú—, y como se necesita sufrir para alcanzar algo
de gloria, para tomar un pedazo de felicidad, para construir la felicidad,
reciben la visita de seis salvajes que pertenecen a la tribu capanahua, la que
tiene mala fama de ser antropófaga, que cocina a la gente y la come. Entonces,
el relato se vuelve gris y extraño, turbulento. Empieza la desesperación, la
desgracia, el dilema de si se debe tratar con educación a los desconocidos, ser
amable, aceptar a los invasores, esperar que se aburran, se vayan y se lleven
lo que quieran o, sencillamente, coger el fusil y aniquilar la preocupación.
El esposo piensa demasiado, lo consulta, pide
serenidad a Mariana, confía, y se equivoca, es asesinado. Las páginas se
ensucian de sangre, de impotencia, de tortura. Mariana es arrastrada hasta lo
más profundo de la selva, hasta una aldea rústica. La preocupación la mantiene
despierta. Es cautiva.
Lo anterior, en resumen, es el inicio de Selva
Trágica, de Arturo D. Hernández, publicada en 1954, y reeditada por Trazos
Editores en el 2015.
La novela es un crudo testimonio de supervivencia, de
aflicción, de dolor, de angustia. La historia es desoladora, no oculta la
realidad, ni la pinta de flores o nubes de colores, ni los matiza con leyendas
y mitos amazónicos. La realidad es descrita tal cual es: terrible; pues, Arturo
D. Hernández es un profundo conocedor de la Amazonía, de sus ríos y pueblos, de
sus curvas y demonios, de sus ambiciones y costumbres, de sus infracciones y
desventuras, de sus matices y bondades.
La historia es convincente, gana adeptos, no se guarda
detalles y no abusa de ser reflexiva, como su predecesora Sangama, ni pretende
ser didáctica, ni correctamente geográfica ni política. Mariana es un personaje
que padece, llora e intenta sobrevivir. Su ansiedad prevalece y se siente,
tiene al lector del cogote, lo pone en el sitio que corresponde, sentado y
atento al desenlace.
El narrador —en tercera persona— nos muestra paso a
paso, en sus cuarenta y tres capítulos breves, lo que Mariana atraviesa, desde
la rebelión y el desgano que siente, hasta las ganas y la decisión de
mantenerse con vida. Mariana se toma su tiempo, planifica, observa, asimila la
lengua de los nativos, concibe rutas y entiende que solo tiene una salida: ser
paciente y convencer a alguien para que la apoye.
Escribe: Patrick Pareja.
Selva Trágica es, además, una confrontación de culturas, de idiomas, un intercambio de creencias y de mitos rotos, de enseñanza y laboriosidad; es un roce entre lo moral y lo inmoral, lo correcto e incorrecto, entre el pensamiento citadino y el sesgado de una tribu que prefiere seguir amando a sus dioses, a sus fogatas, luchar contra sus enemigos, comerlos, robar a las mujeres, repartiendo lo que no comprenden (como el divertido encuentro con las ropas, los enlatados y el acordeón, revisar las páginas 115 y 116).
El narrador nos deja claro, desde el primer párrafo,
que Mariana consigue su objetivo, que huye del cautiverio. Ella le cuenta el
relato en el futuro: «El rostro apacible y bondadoso de Mariana, velado por
cierto matiz de tristeza invencible, se contrajo en ángulos sombríos al
decidirse a confiarme el intenso drama de su vida. Parecía tener delante un
paisaje extraviado y horroroso, y sus ojos amarillentos y opacos,
característica de quienes han llorado mucho, se entreabrieron con fulgor
extraño al empezar su larga historia». Por lo tanto, la novedad radica en
conocer el proceso, las decisiones que tomó, los hechos que la llevaron a
maniobrar el escape, los mecanismos que utilizó, las estrategias, las palabras,
si los hubiera.
El drama se intensifica y es una muestra de lo
espantosa que es la selva, de lo que podemos encontrar allí, a la deriva; de lo
que podemos aprender a raíz de su sufrimiento. Y se aprende, no lo dudo. Se
aprende a desconfiar, a respetar la naturaleza, como se desconfía de todo.
El título de la obra es explícito, no necesita mayor
explicación. Pero hay otra tragedia que también se debe resaltar: Mariana
padece el síndrome de Estocolmo (síndrome asociado al cariño que un rehén
siente hacia el captor). Ella es consciente que, luego de la etapa agresiva,
solo le queda aguantar y sobrevivir. Mariana se encariña con Nacuá, lo atiende,
se preocupa por él, y no finge, siente que es alguien distinto, que es un
luchador nato, pero que jamás dejará de ser como el resto: salvaje. Pero lo
comprende, se deja llevar por él, intenta manipularlo, se embaraza; mientras
planifica la forma de convencerlo de que hay una mejor vida más allá de la
aldea, de que ella no pertenece a ese mundo, de que es ajeno a sus pensamientos
milenarios y cerrados. Mariana quiere huir, lo deja claro.
No entraré en detalles en cuanto a examinar el
lenguaje, entiendo que todo tiene un proceso de cambio y maduración. Sin
embargo, es válido mencionar que Arturo D. Hernández es considerado un autor
imprescindible en las letras amazónicas, y Selva Trágica, Premio Nacional
Ricardo Palma, su novela mejor lograda, es un clásico que las generaciones
posteriores deben leer.
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