Escribe: Connie Philipps.
«Sangama», la obra emblemática de Arturo Hernández, en uno de sus capítulos más impactantes, describe minuciosamente el encuentro de Abel Barcas con una serpiente. Este capítulo es excepcionalmente dramático y muestra la vulnerabilidad del hombre en la selva. Es un episodio angustiante, hilvanado con exactitud para despertar los sentimientos más desesperantes, que concluye con la aparición de su salvador y protagonista de la obra, el singular y místico Sangama.
La manera con que el autor construye el escenario para
el encuentro de los dos hombres es inigualable, no solo por lo detallista que
es y por las impresiones que logra despertar en el espíritu, lo es también
porque introduce una figura que despierta pavores ancestrales: la serpiente;
cualquiera que sea, es objeto de repulsión y miedo, rezago de atávicos temores
que aún forman parte de nuestro subconsciente.
Aunque nunca se haya encontrado uno con una serpiente,
se ha crecido con un acendrado temor y cuidado ante su presencia. Las
imaginamos de increíbles formas y en los más terroríficos encuentros. Los
cuentos llegan a nosotros con serpientes gigantescas, serpientes devoradoras,
constrictoras; amas de sus aguas o protectoras de sus territorios; llegan
convertidas en reptantes traidoras o en deidades cuyas terribles sanciones es
mejor no provocar, pero siempre están ahí, observando, para caer sobre el
desprevenido.
Esta extraordinaria entrada de Sangama en lo que será
la vida de Abel Barcas es excepcional y muestra una brizna de los originales
sucesos que luego empezamos a devorar en la novela.
En otro pasaje, esta vez en el cuento «El animal sobre
sus patas traseras» que encontramos en «Tangarana y otros cuentos» de
Hernández, la inefable shushupe, en una selva que hace mutis ante su presencia,
surge como una hábil e inevitable devoradora. Quien ha leído el cuento ha
llegado a sentir sobrecogimiento al involucrarse en una atmósfera de espanto:
«Los gritos paralizantes del reptil y los de agonía de las aves se repitieron
varias veces esa noche, en una atmósfera de pavura». Imaginar la espesura en la
que una serpiente llega a lanzar gritos espantosos después de ir devorando una
a una a sus indefensas presas y en donde hasta el tigre, excepcional amo de la
selva, prefiere alejarse, eso es lo que Hernández logra transmitir a través de
su pluma.
Y para cerrar esta presencia de impacto en la obra de
Hernández, en «Selva trágica», el autor pone en perspectiva las leyes de la
selva a través de Nacuá, la pareja de la secuestrada Mariana: «Las huellas no
solo están en el aire, en las ramas y en los terrenos húmedos; también están en
la tierra pelada y dura donde se arrastran los cuerpos peligrosos», después de
haber vivido un encuentro con una monstruosa shushupe, y a la que lograron
derrotar, a pesar de su terror, con una flecha envenenada.
La forma cómo Hernández nos hace transitar por
enmarañados y delirantes momentos de pavor nos muestran a un escritor que
conoce el escenario y a los actores: la serpiente y el hombre, ambos,
disputándose su sobrevivencia, y también el manejo primordial del lenguaje, de
la palabra que imprime emociones y desata la imaginación.
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