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Cuento: Tarde de sol


Autor: Juan Carlos Suárez Revollar

—Todo está arreglado —dijo Leticia.
—Entonces ya lo sabías —respondió Francisco. Su rostro se había puesto pálido—. ¿Tus papás están de acuerdo?
—Fue su idea. Creo que en el fondo les alegra.
—Yo no me alegro.
Leticia lo miró con dureza.
—Deberías.
Caminaban hacia la casa de Leticia. Francisco cogió una de sus manos, pero ella se soltó con disimulo.
—Tampoco podré ir a mi fiesta.
—¿Tan pronto viajas? —dijo él.
—Debo estar en la facultad el Lunes.
Atravesaron el parque Don Bosco. Leticia se sentó en una banqueta y anudó los cordones de sus zapatos. Él quiso atraerla hacia sí y abrazarla.
—Ahora no, Francisco.
Una suave brisa agitaba las ramas de los árboles y terminó de desordenar el cabello de Leticia.
—¿Pensaste en lo que te dije? —preguntó ella.
—En casa no les gustaría.
—Creí que podías decidirlo tú.
—Puedo —respondió Francisco—. Pero no quiero darles más disgustos.
—Tienes que quedártelo.
—Mi casa es pequeña, comprende.
Una gran nube terminaba de cubrir el sol y la mitad del cielo.
—No me lo tienes que devolver —insistió Francisco.
Leticia abrió la puerta. Un perro de aguas llegó corriendo y saltó sobre sus piernas.
—¡Me ensucias, pesado!
Entraron a la sala y se sentaron. Francisco levantó al perro y le sacudió el pelo de la cabeza.
—Cómo estás, amiguito.
Leticia lo miraba.
—¿Entonces?
—No puedo —dijo él. Puso en el suelo al perro y lo vio tumbarse a dormitar a sus pies.
—También tendré que solucionarlo yo, ¿verdad?
Guardaban un silencio incómodo.
—¿Y tu papá? —dijo ella al fin.
—Llega la otra semana —respondió Francisco. Planeaba decirlo después, pero ese momento era bueno como cualquier otro—: Iré a trabajar con él.
—¿A la selva?
—Al norte.
Francisco intentaba sonreír.
—Me alegra que hagas algo con tu vida —siguió ella.
—Es para pagarme el examen de la universidad.
—¿No pensabas contármelo?
—Lo supe ayer.
—Y yo soy la última en enterarse.
Francisco contemplaba al perro. Recordaba cuando era un cachorro y se lo había regalado a Leticia para conquistarla.
—Vamos a caminar —dijo ella de pronto.
Regresaban hacia el parque Don Bosco. El perro los detenía para olisquear los postes de la luz y ladraba cuando no podía estirar más la correa que sostenía Leticia.
—¿Regresarás?
—Si la facultad me da tiempo —respondió ella—. Dependerá de mis papás.
—Claro, siempre tus papás.
—Seguiré con mi vida si a eso te refieres.
Francisco estaba pensativo. Comprendía que no volvería a verla ni a saber de ella.
—¿Vamos al cine el viernes? —preguntó para cambiar de tema.
—Estaría bien.
—¿Te espero en el colegio?
—En mi casa —contestó ella—, después de almorzar.
El perro ladraba a un gato que caminaba sobre un muro. Leticia le quitó la correa y este corrió en su persecución entre los coches en movimiento. Ambos animales atravesaron una cerca, vadearon el río y se perdieron en un terreno baldío.
—¿Por qué hiciste eso?
—Quería irse —respondió Leticia—. Ya volverá.
A la distancia Francisco veía un punto blanco que seguía alejándose.
—Si no te importa lo que le ocurra, dímelo.
Francisco se sentía observado por los transeúntes y prefirió calmarse.
—Has cambiado —dijo luego de un breve silencio.
Ella asintió con frialdad.
—Será mejor que vuelva a casa.
—Dame la correa —dijo Francisco—. Yo me quedaré con el perro.
Mientras la miraba marcharse hacia la luz rojiza del sol que empezaba a ocultarse, decidió no ir al cine el viernes. Pensaba en que los padres de Leticia sí se encargarían de todo y supo que había tenido mucha suerte. //

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