Editorial trazos
Relato: La lamparilla
Cuentan los viejos sabidos y majaderos, aficionados a la fantasía, que la lamparilla, a avanzadas horas de la noche, se aparecía a ciertas personas atrasadoras que volvían de ver a sus hembras y les empezaba a perseguir.
Era una luz brillante que se movía como si danzase; se alargaba o se movía de uno a otro lado. Muchos llegaban a sus casas asustados, botando espuma por sus bocas y se enfermaban por varios días.
En 1970, después de 31 años de existencia, volví a encontrarme con este cuento de la lamparilla. Trabajaba en ese entonces como profesor de Ciencias Sociales y Educación Cívica en el colegio secundario Mesones Muro, de San José de Sisa, provincia de El Dorado, departamento de San Martín.
El río Pishuaya dividía al pueblo por medio de un puente de madera. En la parte alta, a la derecha, vivían puro nativos, a quienes se les conocía como los de la Banda de Pishuaya. A este otro lado vivían los mestizos, ganaderos y comerciantes.
En la Banda de Pishuaya, todos los sábados se realizaban las fiestas llamadas tahuampas, con instrumentos típicos de la zona; cuando los mestizos iban a ver las fiestas, tenían que volver temprano o en grupos, porque de un tiempo acá corría el cuento de que se aparecía la famosa lamparilla, causando cierto temor en la gente.
En una ocasión, a uno de estos trasnochadores se le apareció cuando estaba por cruzar el puente. Echó a correr cayendo y levantándose, pidiendo auxilio; con las justas llegó a su casa. Al segundo día, murió.
Al mes siguiente murió un borrachito, quien se paró cerca al puente a orinar; este, hablando consigo mismo, decía:
—¡Qué lamparilla ni qué diablo!
Y al mirar hacia atrás, vio una luz que le seguía. El muy valiente echó a correr pidiendo socorro, pero en vez de cruzar el puente tomó el camino de herradura por donde se vadeaba el río en tiempo de verano. Lleno de espanto se metió en el río sin darse cuenta de que estaba crecido, pues allá en su nacimiento había llovido torrencialmente. La corriente le arrastró y lo encontraron el segundo día en una palizada, prendido de cabeza entre las ramas como shitari barbasqueado.
Al cuarto mes de mi llegada, un padre de familia me contó que a él también le había seguido la lamparilla y que por milagro se salvó. Me llevó al lugar por donde había cruzado el río y me dijo que el susto no le pasaba.
Tanto va el cántaro al agua, que me puse a investigar el caso. Yo tenía una amiga en la Banda de Pishuaya. Un día sábado me quedé en su casa hasta muy tarde la noche: era su cumpleaños. Para no pasar por el puente, tomé el camino del vado porque por ahí me salía más corto a mi cuarto.
Caminaba pensativo, cuando de pronto vi salir de un costado del camino, a unos cincuenta metros de distancia, una luz que se movía y se alargaba. Me paré en seco. Esperé con cierta aprehensión hasta que la luz se metió en el camino siguiendo mi ruta.
Empecé a seguirle paso a paso; faltando diez metros para llegar al río, había unos árboles: por ahí siguió la luz. Se perdía y aparecía por otro lado; bajaba y subía; luego empezó a regresar por el mismo sitio que entró.
Me escondí entre los árboles, en cuclillas. Al estar cerca de mi escondite, con gran sorpresa me di cuenta que la luz provenía de una alcuza o mechero que una viejita portaba en su cabeza.
Salí a su encuentro.
—¿Abuelita, qué haces por aquí?
—Estoy buscando a mi gallina —me contestó—; es muy mañosa, no se deja agarrar y siempre duerme en ese árbol.
La viejita era doña Zoila Satalaya, que de tiempo en tiempo volvía de su chacra en Amiñihui. Ella era la diabólica lamparilla.
Cuando conté este descubrimiento a la gente del pueblo, no salían de su asombro.
—¡Machote el profe! —decían.
Esto me sirvió para llamarles a la unión, a la cordura y al trabajo, arreglando el vado del río, despejando los caminos y arreglando las calles en vez de estar creyendo en lamparillas.//
Autor: Mardell Tello Pérez
Relato extraído del libro “Sueños de floripondio”, Trazos / 2013
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