Escribe: Jorge Terán Morveli.
En «Fuego ceniza», de Edgar Norabuena, nos situamos ante una propuesta
que explora los límites de la narratividad para dar cuenta de un referente
crítico como resulta el conflicto armado interno. Dividido en dos secciones, la
primera, FUEGO, remite a su potencial destructivo ―alejado de cualquier afán
purificador―, de un mundo ―andino, sobre todo― que se desestructura en los
cuadros y cuentos que componen la sección: fantasmas habitan este mundo,
víctimas de la violencia. Resta tras el fuego, la CENIZA, los restos, las
huellas de aquella destrucción. En esta parte se aprecia explícitamente el
desplazamiento de lo narrativo hacia lo simbólico, incluso hacia la experiencia
poética. Los recursos formales de la narrativa ensayan el discurso paralelo, la
hipotextualidad para derivar hacia el discurso gráfico, hacia, incluso, el
texto caligramático y el discurso lírico, entre otros recursos. Todo ello,
descubrimos, para explorar los alcances de la misma narratividad ―en la que el
paradigma realista y fantástico no resultan suficientes― y, en una clara
muestra de lo que resulta una literatura posmoderna: el diálogo abierto con
otros géneros, como la poesía, para hallar un nuevo vehículo que permita
plantear una relación fenomenológica con la violencia, una experiencia
rastreable en los nuevos lenguajes que ensaya el libro. Una arriesgada apuesta
la de Edgar Norabuena. Una apuesta de la que «Fuego ceniza» sale bien librada.
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