Las abstracciones de Von Aschenbach

Escribe: Patrick Pareja.

Ojalá tuviéramos tipos como Von. Gente que sabe guardar las distancias y esconde la pecaminosidad para no dañar su imagen. De hecho, así nos evitaríamos muchos conflictos. Contada en V partes, «La muerte en Venecia» de Thomas Mann es un cuestionamiento a ser lo que se es, el extraño visitante que incomoda y fastidia, que cela y acosa, que aparenta tranquilidad, pero que tiene una multitud de pasiones atoradas, un amor que le gustaría dar pero que reprime.

La inconformidad, la monotonía, la vida, la muerte y la autodestrucción son careos contra el pensamiento liberal de nuestra época. Cuestiones que encontramos, con mayor énfasis, en la parte I y II: remembranzas y desilusión del personaje, el escritor Von Aschenbach. Un tipo sofisticado y exitoso, rebelde y delicado, que tenía mucho que decir a la sociedad en su juventud, pero que en la madurez encuentra una pasividad que le aflige, una vejez que aburre y que conduce a la muerte.

Sin duda, las reflexiones y citas filosóficas sobre el arte, el artista, el triunfo, el desengaño, la soledad, a lo largo de las páginas, hacen del libro una lectura imprescindible.

El lector piensa que irá de lleno a una batalla, a encontrarse con tragedias y sangre que salpica por todos lados. Esa curiosidad consigue el gancho para acabar la lectura. Sin embargo, al interior, los sentimientos del protagonista conducen a una explosión en la conciencia, la que te lleva a discrepar con la realidad, pese a que la novela tiene más de cien años.

En ese camino por salir de la rutina, por librarse de la comodidad, quizá en un arranque de andropausia, el protagonista viaja a Venecia, ciudad que deslumbra y asusta, que encierra misterios y apasiona. En Venecia, Von conoce a Tadzio y se enamora, lo convierte en su predilección, en el fruto prohibido, en su amor platónico, en un amor perverso que lo mantiene en vilo y que le da vitalidad.

La obra podría ser escandalosa —fue juzgada en su momento—, la polémica está cantada, pero no se trata de consumar un amorío homosexual, un amorío que pone los pelos de punta a la mojigatería de nuestros días; la novela es, más bien, una crítica al empeño, a la vía ruinosa que toma el protagonista para llegar a la muerte que alude el título, pues, esta novela corta es producto del excentricismo y la infelicidad.

Mann usa un lenguaje exuberante que corre deseoso y rítmico, capaz de encontrar adeptos —y los tiene en masa—. Las imágenes creadas son opulentas y bellas, y son un desafío para el lector.

Suelo calificar un libro por la energía y las sensaciones que transmite. «La muerte en Venecia», al inicio, no consigue oprimirme, no me ató, no me convirtió en un desesperado que quiere acabar la lectura en una sentada. Lo que no quita el interés generado o el disfrute. Es, tal vez, culpa del sabor de la palabra fácil y fluida que suelo leer últimamente, o la falta de costumbre. Pues leer a los clásicos es un trabajo necesario para los que pretenden llegar a ser escritores.

Lo importante es encontrar el goce estético —que aparece al avanzar las páginas—, el grito que te encara el libertinaje, la lujuria, la atracción por lo desconocido, por tomar lo que no nos pertenece, por salir de la rutina.

Mann logró, en cien páginas, lo que contados escritores han logrado: contarnos una historia escandalosa sin llegar al escándalo, a la ofensa, al erotismo que, no me cabe duda, pensarías encontrar. Lo que es una virtud. En Mann, la palabra tiene una composición que no se desprende de lo correctamente social.

 


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