Libros con intención didáctica: la literatura en jaque
Existe una tendencia para hacer que los niños lean cuentos
moralizantes o políticamente correctos, otorgándole al hecho una intención
didáctica de la que debería estar libre. Debemos tener presente que estamos
trabajando con literatura, y que la literatura en sí no sirve para inocular
ningún mensaje didáctico ni para enseñar ninguna lección. Martínez Pardo dice
que la literatura «Sirve para llevarnos a una condición más elevada, para
trascender los límites de corrección social o moral, para poetizarnos o para
mostrarnos partes nuestras que en otros ámbitos no podemos mostrar».
Cuando evitamos mostrar a los niños la realidad en la que
viven, creándoles un mundo aséptico a través de los relatos, poemas y otros
textos literarios, construimos un mundo idealizado que no se parece al que le
toca vivir; le despojamos de emociones, de situaciones difíciles, dolorosas y
tristes que también son necesarias y claves para su crecimiento y experiencia,
y a la par, exponemos nuestras carencias, temores e intenciones de controlar
aquello a lo que los niños pueden acceder; es decir, mostramos nuestra propia
incapacidad para enfrentar esas problemáticas.
Imagínense una literatura adaptada, en la que la bruja de
Hansel y Gretel se muestra más amable, en la que el lobo de Caperucita se hace
más amigo y las hermanastras de Cenicienta nunca la maltratan, estos relatos
perderían su esencia. Un cuento extiende una interpretación de la realidad y la
pone en tapete para ser cuestionada, analizada, hurgada; hace que todas las
preguntas posibles se activen para desentrañar causas y efectos; plantea
elementos de reflexión que estimulan sus reacciones frente a lo narrado y su
desarrollo personal y social. Por tanto, la adaptación de los textos con el
“lavado educativo”, los vuelve impolutos, pero también sosos y modelados a
nuestro antojo, para que los niños entiendan el mundo desde una idea oficial y
no ejerciten múltiples interpretaciones y posibilidades de significación.
Es menester recordar la agudeza de los niños, su habilidad
para interpretar situaciones e interpelar el mundo que los rodea; para
entender, aceptar e interiorizar sucesos de la vida cotidiana con mayor
facilidad y empatía, e incluso pudiendo crear sus propias teorías al respecto.
Liberar al texto de todo lo peligroso termina subestimando a la infancia frente
a sus posibilidades, capacidad de comprender, reflexionar y responder a todo
tipo de situaciones.
Dice Román Belmonte en su blog Donde Viven Los Monstruos:
LIJ, que al desvincular los libros de la esfera de lo literario por parte de
docentes y padres para llevarlas a un terreno más didáctico y pedagógico, «ha
supuesto un encasillamiento de los mismos dentro de los llamados “libros de
valores”. Se establece así un prejuicio que impide ver la obra de una manera
global para pasar a ser censurado por quienes deberían ser abiertos y plurales»
que nos lleva a la domesticación de las emociones, donde palabras, hechos,
temas, están vetados para los niños.
Y en muchos casos se ha ido más lejos y se ha terminado
censurando libros, como en Venezuela con «El Principito»; en Colombia con «Paso
a paso» de Irene Vasco; en México con «La peor señora del mundo» de Francisco
Hinojosa, o en Chile con «El invernadero de animales»; o como el caso español,
en donde se hizo hasta una clasificación de los títulos censurados: prohibidos
sin motivos ni explicaciones; prohibidos por motivos relacionados con la moral,
el lenguaje, la religión, las ideas (Luján y Sánchez Ortiz, p. 21).
Recojo, una vez, más las palabras de Martínez Pardo:
«Escuchar un cuento es una experiencia que puede llegar al alma y de la que se
puede aprender, especialmente si quien lo narra no usa el cuento como una
herramienta didáctica, sino como una obra de arte que regala a quien escucha.
(…) Es mejor que los niños sean niños, y que los cuentos sean cuentos».
--Connie Philipps
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