Cuentos
Relato: La Runamula
Autor: Mardell Tello Pérez*
Los muchachos del barrio que escuchábamos los cuentos de nuestros padres y abuelitos nos reuníamos en la plaza de armas, todos los sábados o feriados.
Íbamos transmitiendo los cuentos de unos a otros. Algunos daban temor, otros eran más atrevidos.
Yo era el mayor de todos ellos; un majadero como se suele decir, escéptico por naturaleza. Oía callado, no les refutaba nada.
Yo quería conocer a la runamula, al tunchi, al maligno, al diablo, a Satanás.
En las noches de lluvias torrenciales, salía a la vereda entre rayos y truenos a esperar su aparición; pero nada. Hasta que una noche, a eso de las doce, oímos el galopar sordo de un caballo que venía de la parte del cementerio.
Quería salir a ver, pero mi papá no me dejó.
—¡No salgan!, es la runamula —nos dijo. Nadie se movió, estábamos aterrorizados.
Al segundo día conversaba con mi padre, pidiéndole que en otra vez me dejara esperar a la runamula, para conocer y contarles a mis amigos cómo era en realidad. Mi padre, bonachón, me miraba y se sonreía.
—Te voy a llamar, hijo; pero no digas a tus hermanos —me habló—; que no se enteren de nada, para que nadie te engañe, ni tu padre.
A las tres semanas, un día jueves empezó a llover desde las cuatro de la madrugada, todo el santo día.
—Con esta lluvia van a caer las casas —decían unos y otros. En la noche arreció con más fuerza, el viento silbaba sobre las copas de los árboles, con rayos, truenos y relámpagos.
Ese día mi papá había vendido seis sillas de madera; como era natural, entre comprador y vendedor, cerraron el negocio con buenos tragos de “sanku sanku”, por lo que él se durmió a piernas sueltas.
A eso de las doce de la noche, mirando mi reloj de pared, salí a la vereda; la noche estaba oscura, negra como el alma de un tacaño; no se veía ni nuestras manos. En ese rato que salí, escuché un galopar que venía de parte del cementerio, del barrio de Quilloallpa; los cascos, al golpear el suelo, producían un sonido macabro. De pronto vi acercarse un bulto blanco por media calle; con un pie en la puerta esperé su llegada, por precaución; justo al acercarse a mi lado retumbaban los rayos, truenos y relámpagos, y entonces vi a un hombre grandote, cubierto de una capa verde, botas con polainas y espuelas de plata. Le había reconocido cuando, encabritando a la mula, me dijo:
—¡Métete adentro!, ¡cuidado con el rayo! —antes de seguir galopando hacia su casa, a cuatro cuadras de la nuestra.
Al segundo día le conté a mi padre lo que había sucedido.
—¡Ese es mi hijo! —me felicitó, acariciando mi cabeza con su mano encallecida.
Don Salomón Hidalgo era muy amigo de mi padre; mantenían una amistad que muy pocos llegan a tener: honrados, honestos, justos en las buenas o en las malas. Llegó a casa a eso de las siete de la mañana a tomar su caliente (café con tortillas). Hacía todavía un poco de frío.
Sin más rodeos, de inmediato le habló a mi padre:
—¡Oye, Miguel, tu hijo estuvo anoche en tu vereda en plena tempestad; has de tener más cuidado con este muchacho, podría haberle matado un rayo.
—¡Ha querido conocer a la runamula, y ya la conoció! —le contestó mi padre, sonriendo.
Ambos me abrazaron riéndose a carcajadas.
Después vinieron las explicaciones. Cuando mi padre le preguntó por qué andaba por ahí, por otro camino, este le respondió:
—Miguelito, hace un mes que me escaparon de matar, a eso de las nueve de la noche, cuando estaba volviendo de mi chacra en el sector Rujindiyacu. ¡Estos apristas me quieren tumbar! Por eso tengo que dar una tremenda vuelta para salir cerca al cementerio. —y dirigiéndose hacia mí, el señor Hidalgo agregó: —¡Mira, hijo! Para que te sirva más tarde este consejo, “nunca vuelvas por el mismo camino por el cual has ido, ¡sé precavido!”
Como colofón a este relato, la runamula, el tunchi, diablos y chullachaquis, etc., no existen; todo está en la mente de los que tienen un halo negativo o de los que han tomado purga o alucinógenos. //
Los muchachos del barrio que escuchábamos los cuentos de nuestros padres y abuelitos nos reuníamos en la plaza de armas, todos los sábados o feriados.
Íbamos transmitiendo los cuentos de unos a otros. Algunos daban temor, otros eran más atrevidos.
Yo era el mayor de todos ellos; un majadero como se suele decir, escéptico por naturaleza. Oía callado, no les refutaba nada.
Yo quería conocer a la runamula, al tunchi, al maligno, al diablo, a Satanás.
En las noches de lluvias torrenciales, salía a la vereda entre rayos y truenos a esperar su aparición; pero nada. Hasta que una noche, a eso de las doce, oímos el galopar sordo de un caballo que venía de la parte del cementerio.
Quería salir a ver, pero mi papá no me dejó.
—¡No salgan!, es la runamula —nos dijo. Nadie se movió, estábamos aterrorizados.
Al segundo día conversaba con mi padre, pidiéndole que en otra vez me dejara esperar a la runamula, para conocer y contarles a mis amigos cómo era en realidad. Mi padre, bonachón, me miraba y se sonreía.
—Te voy a llamar, hijo; pero no digas a tus hermanos —me habló—; que no se enteren de nada, para que nadie te engañe, ni tu padre.
A las tres semanas, un día jueves empezó a llover desde las cuatro de la madrugada, todo el santo día.
—Con esta lluvia van a caer las casas —decían unos y otros. En la noche arreció con más fuerza, el viento silbaba sobre las copas de los árboles, con rayos, truenos y relámpagos.
Ese día mi papá había vendido seis sillas de madera; como era natural, entre comprador y vendedor, cerraron el negocio con buenos tragos de “sanku sanku”, por lo que él se durmió a piernas sueltas.
A eso de las doce de la noche, mirando mi reloj de pared, salí a la vereda; la noche estaba oscura, negra como el alma de un tacaño; no se veía ni nuestras manos. En ese rato que salí, escuché un galopar que venía de parte del cementerio, del barrio de Quilloallpa; los cascos, al golpear el suelo, producían un sonido macabro. De pronto vi acercarse un bulto blanco por media calle; con un pie en la puerta esperé su llegada, por precaución; justo al acercarse a mi lado retumbaban los rayos, truenos y relámpagos, y entonces vi a un hombre grandote, cubierto de una capa verde, botas con polainas y espuelas de plata. Le había reconocido cuando, encabritando a la mula, me dijo:
—¡Métete adentro!, ¡cuidado con el rayo! —antes de seguir galopando hacia su casa, a cuatro cuadras de la nuestra.
Al segundo día le conté a mi padre lo que había sucedido.
—¡Ese es mi hijo! —me felicitó, acariciando mi cabeza con su mano encallecida.
Don Salomón Hidalgo era muy amigo de mi padre; mantenían una amistad que muy pocos llegan a tener: honrados, honestos, justos en las buenas o en las malas. Llegó a casa a eso de las siete de la mañana a tomar su caliente (café con tortillas). Hacía todavía un poco de frío.
Sin más rodeos, de inmediato le habló a mi padre:
—¡Oye, Miguel, tu hijo estuvo anoche en tu vereda en plena tempestad; has de tener más cuidado con este muchacho, podría haberle matado un rayo.
—¡Ha querido conocer a la runamula, y ya la conoció! —le contestó mi padre, sonriendo.
Ambos me abrazaron riéndose a carcajadas.
Después vinieron las explicaciones. Cuando mi padre le preguntó por qué andaba por ahí, por otro camino, este le respondió:
—Miguelito, hace un mes que me escaparon de matar, a eso de las nueve de la noche, cuando estaba volviendo de mi chacra en el sector Rujindiyacu. ¡Estos apristas me quieren tumbar! Por eso tengo que dar una tremenda vuelta para salir cerca al cementerio. —y dirigiéndose hacia mí, el señor Hidalgo agregó: —¡Mira, hijo! Para que te sirva más tarde este consejo, “nunca vuelvas por el mismo camino por el cual has ido, ¡sé precavido!”
Como colofón a este relato, la runamula, el tunchi, diablos y chullachaquis, etc., no existen; todo está en la mente de los que tienen un halo negativo o de los que han tomado purga o alucinógenos. //
* Mardell es Poeta y escritor nacido en Lamas, creador de la prodigiosa bebida “Sanku Sanku”.
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