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Relato: la otra muerte



La otra muerte
Víctor Manuel Nieves Pinchi


“No te preocupes por quienes juegan con fuego, en realidad se están preparando para el infierno.”
(G.M)

Era así, la historia no empezaba con un flácido “érase una vez”, sino con un escalofriante “no vivió para contarlo”. Las luces de la ciudad apenas se encendían, el ocaso había sido vencido por la noche y un aire caluroso soplaba la polvorienta pista que conducía al aeropuerto. Rocío tenía en mente una cosa, solo una; para reducir toda brecha que separa lo literal de lo metafórico, narraré lo que momentos después al bajar de su camioneta le increparía a su enamorado: “Ni todo el dinero de tu padre servirá para amarte”.

El arreglo floral llegó justo antes de la cena, tenía una pequeña tarjeta con una frase que ella no olvidaría jamás: “el que la hace la paga”, al leerla comprendió que él no aparecería, que ella no tenía deudas con el destino y si estaba en esa mesa sola, esperando a un amor que después de tenerlo poco a poco se tornó imposible, era parte de un aprendizaje, solo era un tropiezo, una forma de detenerse en pleno camino de la vida, la cuestión era si se encariñase o no con la piedra que ahora, justo ahora, la detenía y pesaba como mil arrobas sobre su alborotada alma. Ya no lo amaba.

Cuenta la historia que la discreción se mezcló con el cinismo y nació el instinto de su alma, él era el más puro ejemplo de equilibrio, por ratos malo y por ratos bueno. El ying y el yang, por delante una límpida luz que enceguecía a cualquiera y por detrás una vetusta sombra, amargada por odios antiguos y sentimientos enraizados. Nació para volar, pero no tenía alas, quiso ser un pez pero tuvo miedo al océano de sus ambiciones, sin embargo se enamoró como un adolescente, como si por primera vez su cuerpo extasiado, emanaba las hormonas más indomables que su cerebro nunca pudo controlar. Humberto conoció en carne propia el auto sabotaje, la más sutil de las mentiras del alma, la que corta como un cuchillo de papel, la gota que horada como un esmeril la roca, con la paciencia más profunda e imperceptible, que detiene la sangre, antes que tiña de dolor el río.
Rocío pensó en terminar esa historia varias veces, había imaginado finales de todo tipo, los felices, los tristes, los mediocres. Ella lo amaba, pero no lo suficiente para no echar a volar, lo deseaba, pero no lo suficiente para dejar verter sus fluidos que nacen en la excitación y la satisfacción carnal de su pubis y se diluyen entre sus piernas.

Los celos son fina garúa sobre terreno sinuoso y gredoso, refrescan y alivian el amor propio convertido en ego superfluo, pero también socavan poco a poco el suelo que pisas hasta convertirlo en mortales arenas movedizas, más los sientes más te hundes. Humberto pretendía sin embargo, encontrarle con las manos en la masa; la amada infiel tenía que morir en sus brazos, todo estaba planeado, desde los primeros mensajes de texto anónimos que oscurecían aún más sus noches hasta los signos visibles de sus celos enfermizos. Matar a Rocío siempre fue más que una opción válida.
Todo estaba listo, el arreglo floral llegaría como si nada hubiera pasado, el llegaría minutos después a cerciorarse de la ausencia de su amada. El crimen tendría que ser perfecto, al fin a él nadie lo culparía y si así fuera, las influencias familiares le limpiarían de la más mínima sospecha; “Ni todo el dinero de tu padre servirá para amarte”,  resonaba en su cabeza como un martilleo constante. Apuró el paso, se hacía de noche.

El disparo llegó una hora antes de lo previsto, el cuerpo de la joven aún luchaba contra la  muerte, la sangre salpicó la pared blanca, el olor a pólvora desaparecía inversamente proporcional al miedo que crecía en su interior. Levantó sigiloso la sábana, sus pupilas se  dilataron, cuando al voltear el cuerpo de quien creyó era su amada, se dio con la sorpresa que  no. Era su amante la que había entrado a darle una sorpresa, estando en paños menores no reparó en esconderse entre sábanas sin presagiar su cruel destino. Muerta la amante, Humberto cogió el revólver y con la misma mediocridad con que llevó su vida, apretó el gatillo. La bala al entrar dejó un pequeño orificio con los bordes quemados, pero que al salir esparció con tal fuerza su masa encefálica, ensuciando el parqué de su lujoso departamento. Ya no pudo imaginarse más, no vio el túnel que te lleva a la luz, no vio los ángeles del cielo del que tanto hablaba su madre, su vida se fue apagando poco a poco, hasta que su visión se nubló y todo quedó en un inmenso vacío.

Seguía el calor en la escalofriante ciudad, Rocío dejó el arreglo floral en el restaurante. Se tuvo que guardar el discurso y la frase que tantas veces (también) había repetido en su cabeza: “Ni todo el dinero de tu padre servirá para amarte”, y que se lo dijo a Humberto días antes. Subió al avión, dispuso para sí el abrigo que más le gustaba; hará frío, pensó mientras se abrochaba el cinturón. La noche púrpura ostentaba una hermosa luna llena, a los lejos en un departamento yacían dos cadáveres, y ella sonreía dispuesta a empezar una nueva vida. //

     

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