Semblanza: Madre

 
 


Madre

Negra: Hace veinte años los días de la madre fueron fechas poco agradables en el calendario de tu vida; es decir, cuando las ganas de vivir abrigada por su amor te consumían. Esos días extremos te descosieron el alma; agotaron tu cariño desconectándonos de ti: nuestra reina Mab, hada de nuestros anhelos más íntimos.

Cada año, casi por un designio ineludible, ese día oscurecía nuestros ánimos. Nunca un día nos entregó tan exclusivos al desconsuelo total. Imágenes que presta rechaza la memoria pero que vuelven obligándome a entender tu forma de amar: indiscutiblemente ligada a lo celestial. Tú, nuestra hada de los sueños, te rendías entera a la soledad, quebrada por el infortunio de amar a quien no te quería bien. 

Un día en especial, un domingo inevitable de mayo, de esos que llegan con engaños mostrándose radiantes, consiguió por fin descuartizar tu corazón. Y en vano, nosotros, empequeñecidos por la intensidad de tu sufrimiento, pretendimos aliviar con suaves caricias el lacerante dolor de su desamor. Quisimos, con todas las fuerzas de nuestro espíritu, incendiar el nombre de quien te hacía daño y conducirte lejos, donde nada pudiera perturbarte, mas tu silencio fue desarmando toda estrategia para llevarte otra vez a la razón que procuramos. Esperamos… fue amargo y lento… aislados de tu amorosa fragancia de mujer y madre, resolvimos aguardar expectantes tu retorno a nuestros corazones, abominando en lo más hondo a tu rey.

Entre lágrimas, poquito a poco se fue diluyendo en tu rostro la tristeza, como tenue llovizna que lavó tu esencia. Vimos, de repente, un atisbo de tu coraje, ése que -cada vez que él violentaba nuestras vidas- se retraía en la profundidad de tus ojos pardos. Te sacudiste hermosa,  vibrante y ¡No más!, dijiste –enjugándote la última gota de salada lluvia. Tus labios, bien formados, esos que nos cantaron dulces canciones de cuna volvieron a sonreír junto a ese lunar precioso, Negra…

Nos miraste a los tres, uno a uno, lentamente, como pretendiendo encontrar la fuerza hasta ayer escondida en la transparencia de nuestro ardiente amor de hijos, y fue, entonces que te consagraste, madre. 

Hoy, la firmeza de tu ánimo nos levanta. "No hay días tristes", dices, con un guiño de complicidad para rematar nuestra felicidad. Los días esos ya no son mustios. La vida tampoco es igual: él ya olvidó los devaneos y tú, tras ellos, fuiste relegando al olvido tanta pesadumbre. Y mientras tus hijos urdimos el futuro de los nuestros, encontramos poderosas razones para celebrarte, madre: celebrarte; no el día, sino a ti: reina de corazones. //

(Connie Philipps)

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