Utopías y desvaríos (19)


Conozco la historia de un hombre enteramente triste. Viene de un lugar que no conocemos, fuera de esta tierra. Es grande, tanto, que con sus manos puede tocar el cielo.

—¿De dónde has venido? —le pregunté, cuando le vi llegar.
—De antes —me respondió. Pertenezco a una historia.
—Entonces, ¿no eres real?
—Ciertamente, podría no serlo; pero lo soy.
—Si eres real y no lo eres a la vez, pienso, será que no eres humano.

En esta parte me pareció oír una carcajada irónica. Por supuesto no llegué a ver sus dientes, solo recibí sobre mi cabeza, un chorro de una sustancia liquida y contaminada. "Su saliva", imaginé.

—¿Un hombre? —me habló luego— ¿Crees que podría serlo? De todas las criaturas que habitan en las historias por las que he recorrido en mis miles de páginas vividas, te diré, no he visto ser más repudiable, odioso, inconsciente, sucio...
—¡Basta! —intervine.
—...despreciable, soberbio, envidioso...
—¡No sigas, marica!

Logré callarlo, al fin, a tiempo y para su bien: no quiero ni imaginar la golpiza que hubiera sido capaz de darle, por atrevido.

El gigante se agazapó entre sus rodillas, lentamente, hasta ocultar su cabeza, que era como una montaña.

—No tengo mundo, estoy solo —dijo para sí, al minuto, sumido en un llanto repentino.
—¡Te me callas, pequeño bastardo! —grité.
—¡Completamente solo! —atronó.

Si hubiese hablado una palabra más, habría empezado a patearle. Yo ya estaba levantado, dispuesto a todo, en posición de ataque. Para su bien, se calló.

—Ustedes los hombres grandes, son creaciones humanas, nada más. Ni piensan por sí mismos —le dije—. Son unos tontos. Se sientan en sus tronos, hablan y hablan, ofrecen cosas, se acicalan, sonríen a todo el mundo, creen tener poder...; sin embargo, cuando están solos, la ridiculez los hace escoria, basura. ¡Mírate, no vales nada!

Iba a decir más frases hirientes, solo que, de entre una nube poco usual, difícil de ver por estos lugares tan alejados de la civilización, uno de mi especie, abanicado de fastuosidad y confort, se adelantó a mi emplazamiento.

—¡Detente! —me detuvo— ¡Arrodíllate ante mí!
—¿Por qué debería hacerlo? ¡No! —me rehusé.
—¿Ves todo lo que llevo encima? ¿Lo ves?
—Llevas ropa y objetos brillantes; pero apestas.
—Es el precio de todo este lujo, tonto.
—A las justas puedo ver tus ojos, el resto es basura: veo mucha basura reemplazando a tus órganos.
—¡Cómo te atreves! ¡Tengo mucho poder! ¡Voy a ordenar que vayas preso!
—¿Sí? ¿Bajo qué argumento?
—Inventaré uno. Por ejemplo, por acosar a este humilde gigante que tienes acá a lado.
—¿En serio? ¿Y qué vas a suponer? ¿Dirás acaso que soy quien propició su tristeza?
—¡Exacto! ¡Eso!
—¡Micromegas! —llamé— ¡Micromegas!
—¿Sí? —me respondió el gigante, alertado por sus innumerables sentidos.
—¡Haz lo tuyo!

Y se lo comió, Micromegas comió a esa basura intimidante.

Yo, por mi lado, me recosté avergonzado. El humano que había llegado en su nube, uno de los innumerables que se aparecieron en este día, me defraudó como los otros. De nada me sirvió actuar, una y otra vez, el mismo parlamento, ¡siempre el resultado era el mismo!

Los hombres de esta tierra, pienso ahora mismo y se lo hago saber a Micromegas, verdaderamente son estúpidos: ven la grandeza en la basura y a la evidente majestuosidad la maltratan a su antojo.

—Acércate Micromegas, voy a llevarte a donde correspondes, no mereces esto, tú no.

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