Relato: Las monedas


Olande Silva Pinedo. Tarapoto, 1977. Estudió Idiomas en la UNSM-T. Publicó en la muestra poética REZISTENCIA, el 2009. Escribe sobre la condición depresiva del amor.

Un precioso día de una lejana primavera, despertó el rey Esperpento con ansias de convertirse en un gran vendedor. Entonces, bajó a su hermoso jardín y cosechó las sonrisas más tiernas e inocentes del gran árbol de la risa que allí hace mucho crecía. Las puso en una carreta y enrumbóse con dirección al mercado de la comarca. Y tanta era su alegría y tan superlativa su emotividad, que silbando por el bosque iba, pero no solo; junto con él, muchos estorninos y ruiseñores también coreaban el dulcísimo estribillo.

Al llegar al pueblo, cogió dirección hacia la calle principal y establecióse en una obtusa esquina a la espera de los singulares clientes, ¡y vaya! que la espera no fue larga, ya que al poco tiempo tuvo en frente al primer cliente. Este era un borracho, que balanceándose de un lado a otro trataba de sorber algún líquido oscuro de una lúgubre botella; esperó que se le vendiese en seguida una sonrisa, pues, como dijo, quería matar una vergüenza que no podía ahogar con la bebida. Sacó una mugrosa moneda y se la arrojó al vendedor. Cogió la hermosa sonrisa y se la calzó, empero, la sonrisa no vivió mucho tiempo, pues el efluvio de la bebida comenzó a quemarla hasta marchitarla y se fue convirtiendo, poco a poco, en una horrenda mueca, y el pobre borrachín se alejó convertido en un ser espeluznate y olvidado. El rey Esperpento quedóse desilusionado.

El segundo cliente fue un amargado. Llegó dando alaridos y gritando improperios, pidió toscamente que se le vendiese la mejor sonrisa, la cogió, pagó por ella con una moneda muy fría y se la puso impacientemente, pues, como dijo, se iba a encontrar con alguien que lo había herido, y no quería mostrar su odio. La segunda sonrisa tampoco tuvo el efecto esperado, ya que el rencor acumulado del segundo comprador, transformó a esta cálida sonrisa (pues era la sonrisa del perdón) en un gesto de hipocresía, dándole al amargado el aspecto de un ser frío y mentiroso. Así se alejó, mascullando entre dientes, palabras indescriptibles. El rey Esperpento quedóse desilusionado y meditabundo.

El tercero no fue mejor que los anteriores, ya que se trataba de un melancólico. Vino muy tímidamente, y con un hilo de voz suplicó que se le vendiese una sonrisa, pues, como refirió, tenía un inmenso dolor que no podía olvidar. Pagó por ella con una moneda muy delgada y quebradiza, se vistió con la nueva sonrisa, pero al poco rato, esta empezó a desmoronarse y poco a poco se fue desvaneciendo, ya que el melancólico era incapaz de darse una segunda oportunidad en la vida. Y arrastrando su canijo cuerpo, avanzó muy despacio y desapareció más allá de la calle de los recuerdos. El rey Esperpento quedóse verdaderamente desilusionado y meditabundo.

El cuarto cliente fue el soberbio, quien se acercó altivo y jactancioso y reclamando todas las atenciones del vendedor. Pidió la sonrisa más grande, pues quería congraciarse con todos los hombres y ser admirado por muchos. Arrojó una pesada moneda que el pobre rey Esperpento apenas sí pudo cogerla del suelo y en seguida estrenó sonrisa nueva, mas esta vez, tampoco obtuvo el resultado esperado, ya que a causa de su vanidad, el soberbio tuvo que soportar la sonrisa más pesada, y con los labios colgándole de la cara se retiró convertido en un ser cómico y lamentable. El rey se quedó entonces muy triste.

Estaba tan decepcionado el rey Esperpento, que ya comenzaba a arrepentirse de haber deseado ser un vendedor, cuando de pronto apareció frente a sus ojos la figura de un infante. Preguntóle el rey cual era su deseo, y  contestó el niño, con toda la naturalidad del mundo, que deseaba una sonrisa, pues, como aseguró, era un buen día para sonreír. Sin embargo, -aclaró- no tenía dinero para pagarla. Conmovióle la inocencia de aquella criatura al rey Esperpento, que en aquel instante todo su ser se arrojó al gran valle del amor y corrió por los eternos campos de la felicidad. Cogió la más pequeña de las sonrisas -pues era la última que le quedaba- y se la regaló. El niño se la colocó y entonces sucedió algo mágico, el sonido más puro e inocente comenzó a brotar de aquella criaturita y de repente, la pequeña sonrisa se convirtió en una gran risa que inundaba el ambiente de un aroma a esperanza. Y de esta manera se alejó el niño dando brinquitos a mezclarse con la multitud.

Luego de aquel episodio, el rey Esperpento recogió sus cacharros y se puso en marcha. Al  salir del pueblo, metió las manos en los bolsillos, arrojó las pobres monedas al arroyo, y regresó a su palacio sintiéndose inmensamente rico. //

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