Darwin Córdova Vásquez
El loco Lucas
(Tarapoto, 1981) Aficionado a la numismática y al trabajo de esculturas orgánicas en tallos y raíces. Parte del Centro Cultural REZISTENCIA. Narrador y poeta.
De alguna forma él sentía cerca la cara de la muerte, la angustia inundaba sus enrojecidos ojos, su cuerpo lánguido parecía desvanecerse en la acera y luego de fumar el último cigarrillo de aquella noche fría, sus temblorosas manos dejaron rodar una botella sin alma; entonces fuerte y a todo pulmón, aquel hombre gritó.
—¡No…, no me lleves!, ¡muerte…, te pido otra oportunidad, quiero vivir, quiero vivir, quiero vivir y servir…!
Hizo un esfuerzo para levantarse, nerviosamente miró a cada lado y con sus piernas vacilantes corrió despavorido; como un zombi que andaba por inercia estaba perdiendo la poca fuerza que le quedaba, pronto encontró una robusta palmera al borde del frío pavimento y bajo la penumbra de la noche dejó caer su huesudo cuerpo. Ahí estaba Lucas, llamado "loco", con el cuerpo entumecido, con un hambre feroz que le mordía las tripas, descalzo y vistiendo harapos; contemplando atónito la inmensidad del firmamento: la cruz del sur, las pléyades, las tres marías, el amaru, entre otras constelaciones que podía distinguir con facilidad, le recordaban su infancia, desempolvando de su memoria la imagen tierna de su añorada madre acompañándola a la azotea de su casa para observarlas. Una congoja le anudaba la garganta, ya no hacía esfuerzo por contener sus tristes lágrimas que se deslizaban cual avalanchas por sus agrietadas y sucias mejillas, enjuagando su canosa barba.
Nuevamente se tornaban difusas aquellas imágenes que le recordaban su terruño. De improviso se levantó, se restregó el rostro con lo que le quedaba del polo que alguien le regaló. Con los sentidos excitados al extremo, implorando por unas gotas de licor, quizás una bocanada de algún raro cigarrillo que acostumbraba fumar; angustiado y con los ojos desorbitados miraba a todos lados, la muerte asechaba y lo tentaba nuevamente. Retraído en su dolor y confundido al extremo, de ese camino de tinieblas él anhelaba regresar, extrañando a los que dejó y haciendo oír al mundo su gangosa voz, gritó:
—¡Muerte…! no me lleves, te pido otra oportunidad, quiero vivir, quiero vivir, quiero vivir y servir…
Una estrella fugaz le motivó a cavilar sobre el vertiginoso desfilar de doce intensos años entregado al alcohol y las drogas. Agotado por las constantes batallas con mil y un fantasmas al interior de su atormentada alma, viviendo de la caridad de la gente, a hurtadillas en las calles y a merced del cambiante clima selvático. Los comerciantes y vecinos de la avenida que frecuentaba, decían que llevaba por el lugar cerca de cinco años, refugiándose por las noches entre empolvados cartones en la acera bajo el techo de un local comercial.
Nadie sabía con exactitud su lugar de procedencia, deduciendo por su peculiar forma de hablar que era del norte del país; últimamente conversaba poco, las bromas y burlas de los demás ya no le incomodaban.
Nadie sabía con exactitud su lugar de procedencia, deduciendo por su peculiar forma de hablar que era del norte del país; últimamente conversaba poco, las bromas y burlas de los demás ya no le incomodaban.
—¡Gracias, gente! —, solía decir, cuando alguna persona de buen corazón le proporcionaba alguna prenda o algo para comer, que por cierto le duraba poco, pues hábilmente las cambiaba por licor u otro tóxico.
Era la sombra del fornido hombre que algún tiempo fue, un escuálido reflejo carcomido por los vientos de una agitada vida. Sangre azul decía tener, familiares influyentes, de exclusivos colegios, ropas de marca, nunca le faltó nada; y al recordar, maldecía el día que se acercó a malas juntas y por curiosidad probó marihuana, luego cocaína y otros narcóticos, hasta que lo perdió todo incluyendo su voluntad. Reformatorios y clínicas especializadas no pudieron ayudarlo, tampoco sus familiares que luego se desentendieron y nunca más volvieron a buscarlo.
Por algunas propinas lavaba carros por el centro de la ciudad; pero, pasó el tiempo y la factura de la mala vida le llegó recargada. Su ajada y desteñida piel, su cara ruda y afilada le mostraba viejo al mundo siendo joven aún, soportando una avanzada tuberculosis, además sus reumáticas rodillas hacían lerdo su caminar, no encontraba el valor ni el rumbo de su vida, solo y triste maquinaba su fatal destino.
Sin perro que le ladre vagaba por un incierto horizonte, sus pies carcomidos por las sendas agrestes encarnaban los sueños desgastados por sus misteriosos temores. En la mañana del lunes estuvo en la plaza, más tarde lo vieron por el Cumbaza. "¿Acaso no te cansas?", le preguntaba la gente. Sus tristes y enrojecidos ojos acusaban amargos llantos, el sol brillaba intenso, el reloj marcaba la una y cuarto, hora punta en la ciudad, se le notaba distraído, y cuando cruzaba la pista casi corriendo se le cayó un pequeño bulto; volteó para mirarlo, de repente regresó sobre sus pasos y sorprendió al chofer de una combi de servicio escolar sin darle tiempo para frenar, arrastrándole muchos metros. Conmocionada la gente se acercó para ayudar al herido, reconocieron a Lucas el "loco", moribundo a un costado del pavimento, en la mano derecha tenía el bulto que recogió, se trataba de un viejo pañuelo que celosamente protegía al añejo retrato de su querida madrecita; esforzándose miraba la imagen y balbuceando intentaba decir algo, por sus fracturas expuestas había perdido abundante sangre, no soportó más y sus cansados ojos se cerraron para siempre.
En la gélida noche, víspera de aquel funesto accidente, lo vieron corriendo alterado, gritando con voz ronca a seres que solamente él parecía ver, aceleraba sus pasos intentando escapar, siempre mirando atrás. Sucumbiendo lentamente ante su propio abandono, sintiendo el vértigo al borde del abismo y evidenciando un triste final, despertó quizá en los profundos confines de su rezagada conciencia un sentimiento de arrepentimiento, tal vez más fuerte a los anteriores que se disipaban junto al humo de sus cigarrillos, pero sin éxito trató de retomar su vida. Esa noche antes de desvanecerse como siempre entre los empolvados cartones de la fría acera, gritó con una cavernosa voz:
—¡No…, no me lleves por favor!, ¡muerte, te pido una última oportunidad para cambiar, quiero vivir, quiero vivir y ser feliz, muy feliz…!
Quizás eran los heraldos de una muerte anunciada, rondándolo cual ansiosos gallinazos, esperando el momento oportuno para raptarle y llevarle a un mundo etéreo donde cesarían sus tormentos o se atizarían más. Ya no está el "loco", pero algunos tarapotinos afirman que en las lóbregas noches todavía su alma deambula por las calles y lugares que en vida frecuentaba; quizá dejó algo pendiente, o atormentado por su trágico pasado trata de pagar el costo de una agitada vida que lo llevó a un tormento eterno.
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