El rosal y las violetas

(Este es un caso prioritario, de necesidad; vean: Por el descampado de enfrente, unas musas primitivas que residen en un helicón improvisado sostenido en el aire por nadie e inmóvil, no reparten sueños ni afanan a poetas. La razón, dejando constancia de que mi apreciación pudiera parecer inventada, es aquello que le rodea. El escenario es sombrío: si nos fijamos bien, lo que está abajo, cerca del alambre, es un dibujo hecho con carbón, y los clavos, ¡ah!, y también el alambre, a propósito, no han sido usados más de una vez. Creo que aquí, apartando la modestia a un lado, lo que sobra son las rosas que están más allá. Las musas sí gustan: ellas tienen alas de quirópteros, los brazos llenos de pelos, las cabezas ensanchadas con orejas grandes y las bocas entreabiertas con dientes minúsculos y afilados. Las más grandes poseen hasta tres cabezas y cinco bocas; en cambio, las de menor tamaño, a veces no cuentan más que con algún órgano mal ubicado. El clímax del caso que referimos, termina aquí: el dibujo hecho con carbón está sobre una piedra, y este refiere a una musa enamorada de una cápsula de alguna violeta adúltera que la abandonó a su suerte. REFIERE, digo, aunque sólo se muestre dos rayas superpuestas, porque las canciones lo dicen. Y las canciones son los truenos y las nubes grises que pronto harán caer agua sobre la piedra con el dibujo hasta borrarlo.)

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