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El libro que se escribió en un cuaderno

I

Estimado y muy benevolente Creador de este mundo, por ser hoy un día nada bueno y porque estoy con poco ánimo, recibe desde donde te encuentres mi cordial saludo y, además, con el riesgo de parecer “arrogante” o “sinvergüenza”, te pido absorbas toda la maldad que pueda verter en esta noche sobre tu cara, que sé muy bien se parece a la mía. Empiezo escribiéndote así, no de otro modo, porque hay miles de razones que me impulsan a ello. La primera, y con esto no quiero decir que te diré todas, es que tu grandeza también me causa disgustos. Cierto que me debo a una perfección única y a todo lo que esté relacionado con la magnanimidad, es solo que, no entiendo cómo a veces la ira me invade y hace que me apodere de motivos para disgustarme. Y así es como con razón o sin ella, siempre termino mal. Quizás eso se deba a que me dotaste de debilidades que enaltecen a tus hijos predilectos (en especial a mi); de no ser así, entonces la pasaría riéndome todo el día, lo cual tampoco sería bueno. Pero esta excusa que ahora la expando sobre ti a modo de queja, porque estoy airado (sí, lo estoy), es una milésima de sinrazón que abruma todo el silencio que rodea mis dedos, que no se detienen por nada aun sabiendo de ti y sin esperar que mis frases tengan sentido. La segunda razón por la que te escribo (aquí debería detenerme un siglo), es el efecto que me causa la luz que está sobre mi cabeza, tan tenue para mis acomodos, poco brillante y nada inspiradora de alguna trama que me consuele los ánimos. Además está, detrás de mí, la criatura que ha enconado mi tranquilidad. Sí, Creador, va de anaranjado, tarareando alguna estúpida melodía, haciendo no sé qué para llamar mi atención... Va muy cerca, casi rozándome la cabeza con su hombro derecho... No me da la gana verla, no obstante, ahora la siento detenida, sobre esa cama que también es mía... Creador, te confieso que esta segunda razón no es tanto el efecto de lo tenue que es esta luz, no; más bien toda debilidad que ahora padezco radica en la existencia de ella. Es decir, la verdad, ¡no soporto su presencia! Sin embargo, a pesar de todo, me consuela el que ella no se parezca a mí y el que esté recostada con algo de sangre alrededor de sus narices, porque bien que merece deshacerse de un poco de ella, por entrometida. Pienso que debería siempre sangrar, con lentitud, gota a gota. Lo pienso ahora, claro, que toda esta ira me perturba y me hace pensar así; después, cuando vuelva a ser el que soy (porque lo sabes: soy bueno), el remordimiento será grande, aterrador, muy verdugo de mi tranquilidad. Y ya no estaré así como estoy ahora, creador, lo sabes. Lo que sí, tengo la seguridad de que voy a empezar por mirarle con detenimiento, de arriba a más arriba, siguiendo cada detalle de sus facciones con terneza y calma, culpable, muy culpable, con ganas de olvidarlo todo y de comprometerme a una entrega total, desinteresada, eterna. Y la querré mucho, y elogiaré su rendición y humildad, como nunca. Eso será después, ya lo dije; hoy en cambio, durante los próximos segundos, quiero verla desangrarse, hasta el desvanecimiento. Sí, creador, el llanto que la embarga no me conmueve, sus lágrimas que no quiero ver porque no deseo darme la vuelta, no son un aliciente de compasión por mi parte, ni siquiera me preocupa el hecho de que los vecinos pudieran darse cuenta de su estado. Es más, si sigo aquí, voy a terminar por hacer de ella un cuerpo inerte y sin vida. Sí, con sus gritos y todo, creo, podría llegar a matarla sin que me importe nada ni nadie. Pero no, Creador, no me quedaré aquí. Iré a donde deba ir, ya sabes, tú todo lo sabes. Cuando llegue a ese lugar, Creador, ¿estarás cerca cuando suceda? ¿Apartarás el dolor de mi cuerpo, y el miedo? Sí, presiento que sí. Será grandioso cuando lo haga, porque otra vez mi ánimo será grande, desmedido... Y tú cerca siempre, ya no para consolarme, ni para darme valor; no, esta vez para observar el mundo desde arriba.

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