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Historia de un casco


Historia de un casco

Escribe: Miuler Vásquez

Los cascos que usamos cuando conducimos moto, podrían salvarnos la vida en un accidente, no hay duda al respecto.
A veces, no obstante, es incómodo usarlo. En todo caso, pienso, únicamente debería usarse en distancias largas.
Como sea, en Tarapoto, la realidad es que si no se usa un casco mientras se maneja moto, hay riesgo de ser multado por la policía.
A continuación, voy a contarles un caso curioso, acaecido en las calles de esta ciudad, justamente relacionados con un casco.
Sucedió hace poco.
Un mediodía cualquiera, en mi moto, andaba a toda velocidad, preocupado por localizar a ciertas personas. De pronto incursioné por una calle en donde había por lo menos una decena de policías, prestos a intervenir a todo vehículo.
Uno de ellos, de cara redonda, ojos negros y nariz enteramente fea, tras detenerme, dejando entrever su mal aliento, me dijo:
—Buenas tardes. ¡Sus documentos!
Le entregué todo: la tarjeta de propiedad, el seguro de accidentes y mi licencia.
El policía, un joven de unos 25 años, me miró, se paseó al rededor de la moto.
—¿Y su casco? —me preguntó.
—Lo dejé en casa.
La verdad, ese día, en un viaje largo que hice desde Tarapoto a Lamas, mi debilitado casco voló por los aires debido al viento. Como era demasiado usado, ya no tenía las correas que lo sujetaban a mi cabeza, tampoco era estético en grado alguno. Y más, con el vuelo intempestivo que tuvo, fue a dar contra el pavimento, donde se agujereó hasta parecer un cráneo abierto, solo que con teconoport en vez de cerebro.
—¿Acaso no sabe que es obligatorio el uso de casco?
—Lo sé.
No había llevado el casco conmigo, porque andaba bien vestido, es decir no de la forma usual en la que ando, con sandalias y mi bolso; más bien con pantalón de vestir, camisa, zapatos y lentes oscuros. Enseguida le hablé al policía acerca de lo difícil que era subsistir, y que toda la mañana, fui enfático en decirlo, anduve de entrevista en entrevista, con el afán de conseguir un trabajo. “Igual que tú, trato de ganarme la vida”, le rematé, “y no voy a ir con el casco en la mano de oficina en oficina, pues la cabeza suda por el calor y huele mal”.
Le dije que la próxima sí o sí llevaría un casco.
El joven me miró dubitativo, finalmente cedió.
—Ya. Está bien, arranca; pero que sea la última.
Me fui satisfecho de haber usado la palabra a mi favor. Y así pasó ese día, y otros, sin novedad.
Al cabo de una semana, más o menos, en el mismo lugar, la policía volvió a intervenirme. Para sorpresa mía, reconocí al policía de la primera vez, quien también me reconoció.
—Su casco, señor —me increpó.
—Lo olvidé.
Sin decirme nada más, acomodó su cartilla de sanciones, presto a imponerme la que me correspondía.
—Sus documentos —me dijo de pronto.
—De acuerdo —le respondí—. Voy a darte mis documentos y acepto la papeleta. Puedes proceder, no me resisto. Sólo quiero decirte algo antes. Si me vas a poner una sanción, espero que también se las pongas a todos aquellos que pasen por aquí sin casco. Es lo justo. Para verificarlo, me quedaré en este lugar y en caso no se de esa condición, voy a tomar fotos y apuntaré los números de placas de los vehículos que no sean intervenidos.
Y en ese momento, una dama pasó sin casco, en una moto pequeña. De inmediato me apresuré a sacar mi celular, para tomar la foto respectiva. Hice el ademán, porque en realidad no conozco bien el manejo de estos aparatos digitales; pero el policía sí estaba convencido de mis acciones. Cuando apunté mi cámara hacia su rostro, lo vi desencajarse.
—¡Un momentito! —me gritó —¡No se mueva!
Lo vi dirigirse a paso ligero hacia un policía de más edad. Ignoro de qué hablaron, por la distancia. Lo que pude observar fueron movimientos de manos y gestos. Yo, por mi parte, seguí con mi supuesto seguimiento fotográfico.
—¡Váyase! —me dijo el policía a su regreso —¡Que sea la última!
Me retiré complacido, seguro de ser alguien convincente; también me dije “ya es suficiente, la tercera vez no vas a escaparte”, por eso decidí ir a comprarme un casco. O por lo menos eso pensé durante el resto de la tarde.
Al cabo de unos días, libre de todo pensamiento relacionado al mundo de los cascos, andaba de lo más emocionado, contento por las buenas noticias que acaba de recibir, cuando, ¡qué destino el mío!, en el mismo lugar, el policía que me intervino las dos veces anteriores, no otro, volvió a interceptarme.
—Ya no me digas nada. Reincides a proposito en tus faltas. Esta vez te pondré la papeleta sí o sí.
Yo, como andaba en el clímax de la felicidad, lo miré sin cólera. Miré su rechoncho rostro, su nerviosismo y me pareció un hombre cómico, o ridículo más bien. Casi me río en su propia cara.
—Justo estaba yendo a comprarme un casco, en serio —le dije.
El policía se puso rojo de cólera, quizás porque me veía sonreír.
Para calmarlo, le hablé de que había estado con mucho trabajo, detallándole ciertas cosas inventadas.
—Si vas a comprar un casco, me quiero cerciorar de que así sea.
Sin darme tiempo a decir que no, se subió a mi moto y me pidió que avanzara.
Se me fue toda la alegría. “Como si tuviera todo el tiempo del mundo”, murmuré, para que me escuchara. Y arranqué a toda velocidad, hasta el centro.
Cuando elegí un casco de mi preferencia, el que tengo hasta ahora, vi una cara de alivio y sorna en el policía.
—Ya vez, ahora sí —me habló.
—Claro —le respondí, resignado, aunque por dentro de acordé de su madre y lo maldije.
—Ahora debes llevarme a donde estaba.
Me puse el casco, lo miré con odio, me subí a mi moto y arranqué de inmediato, sin darle tiempo a que se suba. Solo escuché sonar su silbato un par de veces, luego lo perdí de vista.
Hace unos días avancé por un arenal. No sé cómo me salí de control y volé y volé, yendo a dar cerca de una alcantarilla recubierta de concreto. Exactamente mi cabeza chocó con el borde. Es curioso, pero en esos segundos de caída, me acordé del rostro del policía. Gracias al casco, me levanté ileso. //

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