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Semblanza: Javier Dávila Durand
LA POÉTICA DEL SOBREVIVIENTE
"AMAZÓNICO, INEFABLE, TEMERARIO."
En la primavera del 2008 publiqué en París, en la revista La Otra Ribera, una breve semblanza sobre el poeta Javier Dávila Durand. Se trataba de una nota de acompañamiento a cuatro de sus notables poemas. En síntesis, dejaba señalado que el sujeto había nacido el 14 de mayo, nada menos que en San Pablo, la leprosería a orillas del río Amazonas, Perú, en el año de 1936. Poeta, periodista, editor y promotor cultural, en 1961 había dado a luz a su primer poemario Yara, una colección de frescos, líricos, y metafóricos poemas en los que ya se apuntaban los registros de su obra mayor. Por pudor, tontería o como se le quiera llamar, no señalé en esa oportunidad la amistad que me une a él, dónde, cuándo y cómo lo conocí. Tampoco hablé de las aventuras literarias y periodísticas en las que nos habíamos embarcado. Ahora trataré de corregir esas ausencias, esclarecer en lo que me es posible el axis mundi de su universo literario y adentrarme en alguno de los aspectos de su poesía.
A mediados de agosto de 1969, yo estaba en el fondo de la huerta de mi abuela, quizá saboreando los caimitos de la vecina o quien sabe viendo volar a los abejorros entre los árboles frutales, cuando oí la voz de la anciana. ¡El diablo, Jorge, el diablo! Mi abuela raras veces leía el periódico, pero sin duda sabía que Dávila Durand era el azote periodístico de los zamarros incrustados en la administración pública de aquellos años. Estaba vestido de amarillo y había venido en una motocicleta roja, me parece, y comenzamos a hablar como si el diablo y yo nos hubiéramos conocido de toda la vida. Salimos a dar una vuelta por Yarina Cocha para comer "pifayos" mientras contemplábamos los andares de nuestras paisanas. Javier estaba metido hasta las narices en el periodismo y hablaba de "Manguaré" con gran entusiasmo, mientras yo buscaba un lugar para estar en la sombra y hablar de otras cosas. Yo le decía que había regresado a Pucallpa con la idea de dar cuerpo a una caja de música en la que se oyera el habla local y en la que se vieran a los personajes debatiéndose en la lucha por la existencia. Y Javier hablaba de Yara, de la necesidad de la compenetración en los mitos para hablar de la realidad.
A partir de entonces, pocas veces hablamos de periodismo; muy a menudo, sí, de la Amazonía, de Atalaya, de Contamana e Iquitos, Tarapoto y Moyobamba. Pero siempre de Poesía. Así, con ese tipo de "P". Él, de Neruda y Juan Gonzalo Rose, y yo, dale que dale, de Seferis, T.S. Eliot y Ungareti.
Por esos días Javier se lanzó a la aventura de crear y gestionar el "Che-Che Room", un bar-restaurante del jirón Tarapacá de la sedienta Pucallpa. Y ese local se convirtió en el núcleo visible de nuestras conversaciones. Ahi conocí a Ocho Arrobas y a Agustín Rivas. En Lima acababa de salir Estos 13 de José Miguel Oviedo y, pocos meses después, el primer número de la revista Hora Zero. Mi amigo Jorge Pimentel me remitió varios ejemplares del uno y del otro que puse al alcance de Javier y de Juan Sánchez Pacheco. En ese local, entre tragos van y tragos vienen, nació la idea de sacar a luz Hora Zero Oriente, revista solo de literatura y nada más que de literatura. Por esos días también andaba por Pucallpa el poeta Germán Lequerica y, claro, solicitamos su colaboración. Me entregó un relato, "Ese maldito viento", y, con el perdón de los germanistas, sigo creyendo que es lo mejor que he leído de Lequerica.
Los poemas que Javier entregó para la revista fueron: Reclamo para César Arias, Casi réquiem para el pintor de la selva, La mecedora de mi padre y Con Juan Ojeda donde quiera. Después de leerlos tuve la convicción de que la intensidad de su verso entre lírico y elegíaco se convertía en una urgencia en las páginas de la futura revista.
Envuelto en no sé qué torbellino, sin que la revista se materializara, Javier cerró el negocio del jirón Tarapacá y se trasladó a Iquitos. Más que cualquier otra parte de la Amazonía, el verdadero axis mundi de Javier se halla en esa ciudad. Su imaginaciíon se había nutrido desde la infancia en ella. Sus más cercanos afectos residían ahí. Y, simbólicamente, en alguna parte de sus ser, sabía donde se hallaba "la llave" de ese lugar. Nos volvimos a encontrar en su ciudad de predilección para entregarle en sus propias manos Hora Zero Oriente. Yo estaba a punto de dejar la enseñanza para entregarme a la promoción cultural en un organismo del Estado antes de que la realidad me obligara a dejar Pucallpa para volver a Lima. Y en Lima, por intermedio de Roger Rumrrill, volvimos a encontrarnos. Javier estaba ahora inmerso en la aventura de Proceso, una revista de actualidades profundamente "creyente" pues solo salía a luz cuando "dios" quería. Sin embargo por aquellos tiempos el dios de las finanzas quería y la revista salía con frecuencia. En varios números le eché la mano para acelerar la llegada y ganarme unos cobres. En 1976, su sello editorial publicó mi segundo poemario, justo en vísperas de mi viaje a Francia.
Pasaron los años y, entre tanto, Javier no volvió a cometer poesía, o si lo hacía permanecía en un silencio de acero. De vez en cuando nos escribíamos y en diciembre de 1988 recibí en París un ejemplar de Yo, el sujeto. Este poemario aparecía después de 22 años de la publicación de su primer libro. A ellos le seguirían Dispersada luz (1992), Canto del dolor y de la angustia (1994), El amor es un río esplendoroso (1997), Travesía sin puerto (2000), Cerezo de alba (2004), Parque de reserva (2005), Poemas de amor para no jubilarse (2005), entre otros. En ellos nos encontramos con hazañas formales siempre habitadas por la idea de pertenencia a un sitio, a un determinado punto del espacio. Poesía lárica. Poesía del enraizamiento. Pero cuando se subraya eso conviene precisar que no sólo se trata del concepto geográfico, sino también familiar y sentimental. Se asiste al entroncamiento con una melodía heredera al mismo tiempo de los aportes de Federico García Lorca y Rafael Alberti: el tono de sombras y de figuras que emergen del fondo del pueblo que habita en Romancero gitano, y el verso cantarín y añorante del lar que se engrandece en Marinero en tierra.
En la mayoría de su poesía yo había visto al hombre conversando con sus amigos, dando cuenta de las visiones, amores, anhelos de los otros; se le entreveía monologando sobre el destino ajeno para referirse al suyo de manera sesgada. En algunos momentos había oído la voz del desencanto y hasta del hastío a través de ensueños que lo sumergían en los aconteceres de sus compañeros de ruta, en la maravilla de la visión y el sonido; todo un mundo que se sostiene en base a una fuerte sensorialidad y en la transmutación que recubren a los personajes con un hálito mágico y poético. Pero, de pronto, brotaron en esa poesía elementos profundamente perturbadores, como salidos de otro mundo o por lo menos traductores y correctores de la visión de mundo que nos proponía. Javier jugaba con las asociaciones de palabras explotando su sonido; unía sustantivos y adjetivos que provocaban tensiones visuales, auditivas, olfativas y táctiles. Los lectores eran arrastrados por ese remolino de visiones en el que su retórica quedaba cubierta por el sonido de la onda musical, por sus sólidas junturas, por la visión del fracaso y la muerte que acechaba. Se percibe el inicio de este fenómeno en la edición final de Yo, el sujeto. Ahí aparecen tres poemas como salidos de otro mundo, o por lo menos traductores y correctores de la visión de mundo que nos proponía inicialmente. Ellos son: "Soneto que soy cantando", "Canto por mí mismo", y el que da título al libro.
Conservo en mis archivos los poemas dedicados al padre y al hermano, pero no puedo resistir la tentación de dar a conocer el poema que Javier escribió en Valencia, el 28 de marzo de 1996, a orilla del Mediterráneo: Poema a la virtud.
A Natividad Madero Candela,
ala, nieve, aire, ¡todo cuanto vuela!
El oro puro, el sol, el universo,
la poesía en un solo verso.
¡Todo cuanto brilla! ¡Todo para ella
por un solo bocado de paella!
Todo para Natividad Madero
que regala amor en aroma fiero,
en tenue pan, en fruta compartida,
en la riqueza de un país entero:
¡la España universal que yo más quiero
en una fuente de sabor y vida!
A fines del siglo XX, en una de mis repentinas apariciones por Iquitos, nos encerramos en la casa de su suegra para leer el poemario "Las Cédulas del Inquisidor". Un libro vigoroso, de enraizamiento en la historia y en la lengua. Le dije que ya no había que mover ni una coma de un conjunto en el que cada uno de los elementos a mí me parecía que sonaban armónicos. Pero pese a mi entusiasmo no he visto el libro hasta ahora por ninguna parte. O Javier no me ha creído y por lo tanto no ha buscado editor. O los editores son unos sonsos, lo que la verdad no me extrañaría.
Por todo lo que he señalado a propósito del axis mundi de Javier Dávila Durand, ahora opto por dar a conocer el poema al que él mismo alude al hablar de "Poemas Perros": Iquitos*.
Nuestra comunicación pasó a ser telefónica. Me enteré que había comenzado a dirigir un centro cultural y que tenía previstas una serie de actividades. Me enteré que los que cortan el paiche en Iquitos hallaban gozo en ponerle trabas. Me enteré que Javier, en solidaridad con su amigo el rector que había puesto en marcha el proyecto, dejó el trabajo y se fue a Manaos. En mi más reciente estancia pucallpina le llamé desde la casa del poeta Welmer Cárdenas. Tratamos de reírnos un poco pero Javier estaba triste. En los días que siguieron quise volver a leer su poesía y la he buscado en las librerías y bibliotecas de la capital sin poder ubicarla. Sus libros no están ahí donde deberían estar. Y dentro del concierto nacional su voz no está donde debería estar. Ni su voz ni sus libros están en el lugar que les corresponde porque en la Amazonía, su casa, no hay librerías. Y la Lima de siempre prefiere ser invadida por los provincianos en vez de concentrarse y realzar en el interior del país lo que realmente vale la pena.//
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*Iquitos
Ciudad que amo y odio a fuego lento
y que degüello en sus propios atardeceres
de cielos de sangre.
Ciudad que amo como a dulce muñeca prostituta.
(Su paisaje soberbio llena de ácaros mi corazón).
Odio su falso esplendor de alba que promete,
el río mudo por las ciénagas y barcos que la defecan,
el rostro degradado desde su infancia,
la barbaridad de su vientre que desvirgan
falos de metal siniestros
y su capacidad de cocodrilo para devorar las estrellas
que nos tocaba encender.
Odio el tufo de aguardiente alterado en su entraña,
sus ríos apiñados que bebo
en el reino sin nombre de orillas sin nombres
y que huyen como delincuentes
convertidos en ágiles serpientes.
Pero odio más a sus buitres noctívagos
que despedazan criaturas que sonreían;
a los zorros, entre tú y yo, entre cuántos,
sí, entre Dios y nuestra alma
que salen de la iglesia
a regar, como agua bendita, el incienso
laico del esperma de cada uno.
Ciudad por encima y por debajo de mi ombligo.
En tu nombre de patria silvestre,
amo, sin embargo, a mí país con dientes de murciélago
y habitada por usted y por el otro escarabajo,
por vuestras miradas de búhos contentos
y por los que sonríen abriéndose los bolsillos.
Por gentes, señor general, señor ministro,
con uñas de colores, con pestañas curvas
y con rayos de péndulos de hierba.
Ciudad que me quiebra en tres el alma,
en cuatro partes el ojo que llevo a la derecha.
Ciudad que desguarnece los pronombres de su espíritu /infinito.
Por eso mi odio tiene tu tamaño desigual
y crece con tu crecimiento devastado.
Ah, tú, ciudad, gigante como el ruido perpetuo.
Cómo no odiarte si asesinas el canto de las aves.
Y por eso debo huir de ti,
porque tú misma te odias y nos odias.
Cómo no migrar. Como no exiliarme.
Pero encuentro alhajas más útiles que el oro
en tu ojo izquierdo que me guiña
y en la mano ésta que me fortalece
el inicio de la mañana:
cuando libero los fantasmas del infierno.
Ciudad mía que amo desde mi abismo y mi cima.
Aquí estoy en tu puerto oteando el horizonte oscuro.
Y no sé si quitarme la camisa nueva
o abrocharme las del rudo temporal que aproximas.
Aquí estoy, odiándote y amándote.
Pero con los brazos abiertos para cogerme desesperado
de tu cintura de arena,
sin importarme ya la sonoridad irredenta,
que ahora me parece de tu aplauso.
Un hombre pasa por mi lado y me saluda,
y ya soy alguien.
Y pasan otros más,
y otro alguien me sonríe.
¡En sus miradas camino tus calles!"
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