Relato: La kiruma

 
 


Autor: Gavino Quinde Pintado

Era de noche. El día había pasado intensamente frío y ahora la llovizna empezó a caer como si estaría convencida de regar sin premuras todo el perfil de la tierra. Más allá de la cerca de maderas, construida en forma de rumas, con horcones horqueta que elevaban las maderas solamente desde una punta y la otra se arrimaba en la tierra, rumoreaba la cristalina quebrada Mojara y llenaba los vacíos del nulo vecindario.

En medio de la oscuridad, y desde la casa de dos plantas recién construida con adobes grandes y techo de calamina, salió una endeble mujer llevando en brazos a su pequeño niño que a esas horas exigía gritando lo lleven al campo para hacer pish. No era común en la familia esta clase de acciones, y sin embargo la visita de una familia completa que había llegado no hace mucho, traía consigo esta clase de comportamientos, puesto que los tres niños que tenían, apenas diferenciados un año entre uno y otro, estaban muy mal alimentados y todos sufrían de problemas estomacales.

A unos diez metros de la casa había una kiruma de regular grosor y gran altura, donde los pájaros carpinteros todo el día iban y volvían revoloteando en las inmediaciones y haciendo sonar con desenfreno el martilleo de sus golpes. De tiempo en tiempo se escuchaba el característico bullicio de los pichones de las aves, señal que aquellos estaban aumentando de prole. Hasta la base de este estacón llegó la mujer para permitir a su niño hacer sus necesidades fisiológicas, sujetándolo de la cintura y apurándolo con un bisbiseo característico: ¡Pssss!, ¡pssss!..., mientras la garúa empezaba a empaparlos.

No hay duda que en esta parte del camino antiguo de Roque a San Juan de Pacayzapa, cuando llovía, aparecía el páramo con viento que lo envolvía todo y agitaba con rudeza la vegetación y lo que encontraba a su paso. En este estado de cosas, los dueños, que se encontraban acostados en la segunda casa de una sola planta, y cercada con rejas de pona, escucharon con sobresalto un enorme ruido proveniente del exterior. Era innegable que la kiruma apostada en la explanada posterior acababa de terminar con su existencia.

—¡Viejo, la kiruma acaba de caerse! —gritó la esposa, levantándose con enorme bizarría.
—¡Carambas, mujer, que mente más lúcida tienes para hacerme ver de lo que se trata! — respondió el hombre en forma jocosa.
—¡Segurito que habrá pichones de carpinteros en los diferentes huecos! 
—¡En eso tienes razón, mujer, seguramente estará preñado de pichones!
—¡Debemos ir a buscarlos, viejito! — dijo la mujer, melosa, intentando convencer al hombre para ir a esas horas a buscar a los pajarracos huéspedes que posiblemente estarían maltratados o muertos en el consabido tronco de madera caído.

Los esposos no eran viejos, pero la costumbre del trato recíproco venía desde los primeros días de matrimonio. Con todo, el hombre exclamó:

—¡No! ¡A estas horas yo no voy a ver ningún plumífero ni aunque me pagues! — Y diciendo esto volvió a acostarse con frenesí, tapándose todo el cuerpo con una frazada gruesa.

Al ver esto, la mujer también volvió a acostarse clavando los ojos en la oscuridad. Ya estaba por dormirse cuando escuchó un lejano berreo de niño.

—La Calixtra debe estar haciendo pichi a su cría a estas horas —dijo con un deje de no aprobar lo que estaba pasando—, ¡qué costumbre mas tonta la suya!
—¡Déjalo, vieja! —dijo el hombre en forma conciliadora—. ¿No ves que eso no se puede ni retener, menos aún evitar?
—Sí, pero debe darles de comer a sus hijos en forma no exagerada. No se les prohíbe que coman, pero deben hacerlo moderadamente, especialmente en horas de la noche.
—De lejos se ve que ahí tienes razón, pero da el caso que sus niños tiene el estómago muy complicado, y la única manera de remediar es dándoles un purgante. Después de eso ya puede venir el cuidado.

Se hizo un silencio pesado en la estancia, estropeado por la fuerza del viento que fuera de la casa soplaba con furia. Habían logrado dar un primer sueño cuando el hombre fue despertado por la caída de algunos utensilios de cocina derribado por las abundantes ratas. 

En medio del rumoreo de la lluvia nuevamente llegó el berreo de un niño a distancias, cosa que al hombre le llamó la atención. Escuchando con atención pudo colegir que aquellos berridos venían, al parecer, desde un punto diferente de la casa contigua. Muy a su pesar hizo despertar a su mujer que dormía plácidamente y le soltó de sopetón:

—Parece que la doña está haciendo defecar a su niño toda la noche.
—Qué cosas dices —contestó la esposa y se quedó en silencio, escuchando— En todo caso hay que ir a verla, es posible que sus muchachos estén empeorando con la diarrea. Podríamos convidarles un té caliente de mostrante. 

Cuando salieron al patio, protegidos por "ponchos de agua", la lluvia era un completo laberinto; la enorme agresividad del temporal hacía temblar de frío a los esposos que avanzaban vilipendiados por el viento ante la difusa luz de la linterna. Cuando llegaron al lugar pudieron ver cómo la enorme estaca había caído al suelo, despedazada, en varias partes, sin embargo, en la zona base, todo se mantenía unido. 

Aun desde lejos se apreciaba una escena macabra: la mujer huésped se encontraba aplastada como si se trataría de una rata, puesto que el tronco le había caído de costado en toda su humanidad, de cuclillas, mientras hacía pish a su bebé con ambas manos; sólo éstas aparecían ennegrecidas, completamente limpias por el agua que caía incesantemente. No lejos de ahí, el niño había logrado arrastrarse en medio de las desavenencias mientras se posaba debajo de una mata de zangos silvestres, ubérrimos. Estaba completamente aterido y ya no podía llorar.

En la distancia, el despotricado aullido de unos perros se sumó al temporal.  //

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