Leyenda: Tigres negros

 
 


Hace más de cien años, los pobladores de Pampa Hermosa en el distrito de Pólvora, provincia de Tocache, especialmente los campesinos, sentían el temor de que en cualquier momento se les aparecería el yanapuma, felino de color negro que en forma habitual acechaba y devoraba sus presas, fueran animales o seres humanos. 

Los abuelos relatan que antiguamente existía una iglesia abandonada no muy distante del pueblo de Pampa Hermosa, la cual servía de refugio a tres tigres negros, que después de tomar su descanso salían a buscar su presa que, ocasionalmente y por suerte mala, era algún poblador de dicho lugar. Una viejecita muy preocupada y apenada por la desaparición de algunos de sus familiares fue valientemente a aquella iglesia para ver cómo podía deshacerse de aquellos felinos que causaban mucho terror; suerte fue, que cuando llegó, se dio con la sorpresa de que no halló a ninguno de los animales feroces. La abuelita, aprovechando aquel momento y teniendo el presentimiento que la iban a encontrar, comenzó a subir por una escalera que formaba parte de aquel edificio rústico y desmoronado por el paso del tiempo. Trepó rápidamente hasta llegar a la parte más alta de la torre; desde allí pudo divisar cómo iban apareciendo los animales después de una gran cacería, uno tras de otro. Dirigiéndose a un charco de gran tamaño que se encontraba al costado de la iglesia, comenzaron a beber, saciándose a más no poder, pasando luego a dormir con fuertes y profundos ronquidos. Arriba y con gran temor, la abuelita, muy atenta, observaba el mínimo movimiento que realizaban estos temibles animales; entonces, comenzó a deducir que los tigres negros, antes de tomar un descanso, primero se disponían a beber del charco, por lo que se le ocurrió una gran idea. 

Esperó que los animales abandonaran el lugar con dirección al bosque para bajar de aquella torre y ponerse a correr sin descanso alguno, dirigiéndose a un lugar donde había bastante barbasco. Ya nos imaginamos de qué manera utilizaría aquella planta venenosa; cogió suficientes raíces y las machacó con piedra, y luego, hojas largas para envolver el extracto. De regreso a la antigua iglesia, soltó aquel concentrado mortal en el charco, contaminando el agua. Una vez cumplido su cometido, en forma ligera se trepó nuevamente en aquella escalera llegando a lo alto de la iglesia para esperar la llegada del trío felino.

Pasaron dos horas. La abuelita esperaba angustiada la llegada de las fieras; de pronto aparecieron con leves rugidos como marcando su territorio. Se acercaron al charco y en forma cotidiana bebieron de él, una y otra vez, hasta ponerse a descansar sin reacción alguna. La abuelita, sigilosamente observaba lo ocurrido, hasta que llegó el momento en que los felinos se levantaron, con sus cuerpos temblorosos, dando vueltas, botando espuma por sus bocas; luego, se quedaron tendidos en el suelo, perdiendo poco a poco sus movimientos. A un rato, arrojó algunos terrones contra los cuerpos de las fieras para asegurarse que estuviesen muertas, y así fue, tendidos sobre el suelo, sin mostrar ni un signo de vida estaban los animales, por lo que ella, sin pensarlo dos veces, bajó rápidamente, agarró un palo para picarlos; una vez más la vejez dio saltos de alegría diciendo: ¡los maté! 

Llegó al pueblo gritando: ¡los maté!… ¡los maté!… ¡maté a los tigres negros!... la gente la escuchaba y pensaba que la pobre anciana se había alocado; uno de ellos se acercó para preguntarle: "¿Cómo vamos a creer que una ancianita como tú va a matar a tres monstruos con garras, ¡ni que fueras Sansón!"; algunos se pusieron a reír incrédulamente. La abuelita se enojó y les dijo "si no me creen, síganme a la iglesia abandonada, si es que lo desean". Algunos, dando importancia a lo dicho por ella, agarraron sus machetes, hachas y todo con lo que pudieran defenderse. Al llegar al lugar de la escena se llenaron de admiración, sorprendidos se miraban unos a otros, con la boca abierta, al observar a los tigres.

Ahí, tendidos, estaban en la entrada de aquella casona ya sin techo que agradecía a la naturaleza por tenerla todavía en pie. En ese momento algunos gritaban, lloraban de alegría, otros abrazaban y cargaban a la abuelita por haber terminado con el pánico y la desesperación. El ambiente se llenó de emoción y armonía cuando la heroína iba contando cómo había matado a los animales.//

(Henrry Panduro Centurión)

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