Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez: Un día de estos
Un día de estos
―Papá, dice el alcalde que si le sacas una muela. -voceó el chico de unos 11 años.
―Dile que no estoy aquí.
Desde la salita de espera volvió a llamar el hijo: "Dice que sí estás porque te está oyendo".
―Mejor –respondió.
―Sacó de una gaveta un puente de varias piezas y se puso a pulir el oro.
―Papá, dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Tranquilo, dejó de pedalear en la fresa y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa: allí estaba el revólver.
―Bueno –dijo– dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón frente a la puerta y esperó decidido. El alcalde apareció en el umbral con una mejilla hinchada y dolorida. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta y lo mandó sentarse.
―Buenos días –dijo el alcalde.
―Buenos días –dijo el dentista.
Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal y una vidriera, con pomos de loza. Don Aurelio Escobar, después de observar la muela dañada, le dijo:
―Tiene que ser sin anestesia.
―¿Por qué?
―Porque tiene un absceso, está infectada.
―Está bien ―dijo mirándolo fijamente y trató de sonreír. El dentista no le correspondió; rodó la escupidera y fue a lavarse las manos en el aguamanil.
Era un cordal inferior. El alcalde se aferró a las barras de la silla y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un solo suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura dijo:
―Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Inclinado sobre la escupidera; jadeante, sudoroso, se desbotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
―Séquese las lágrimas―dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. El dentista regresó secándose las manos: "Acuéstese y haga bucher de agua de sal". Pero el alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
―Me pasa la cuenta –dijo.
―¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta y dijo a través de la red metálica.
―Es la misma vaina.//
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