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Danza al ritmo de una educación liberadora



En estos días de mucha consternación, coraje e indignación por los resultados de la ECE, el panorama general de la educación se ofrece a nuestra vista con características de drama y reto. Y aunque la rabia va por dentro, nos anima a todos los maestros un afán, un deseo urgente por mejorar nuestros propios desempeños, sin duda.

Sin embargo, entre tanta opinión vertida, es bueno recordar el planteamiento de Freire: "un educador, en tanto educa, también aprende a través del diálogo con el educando". En esta esperanzadora perspectiva del aprendizaje, he podido encontrar más argumentos para convencerme de que la educación sólo puede ser el resultado de un proceso sumamente creativo, dinámico, liberador, que enfrente las situaciones históricas que obstaculizan al hombre la conciencia de sí mismo y del mundo, que le hacen perder esa característica propiamente humana y, en consecuencia, también, su capacidad crítica. Así, una educación liberadora debe ser una educación dialógica. No hay diálogo si no existe fe en nuestros estudiantes, en su capacidad de crear, de ser más. El docente con esa característica sabe que el poder de hacer, de transformar, es un poder posible de despertar en los niños y adolescentes que va formando. 

Siguiendo esta variante liberadora, me introduje en el análisis de una obra que enfocaba la vida de Isadora Duncan. Mujer que osadamente desechó los moldes clásicos de la danza para seguir el compás que su ritmo interno le marcaba. La fuerza de su espíritu le hizo desarrollar de manera creativa y original un mundo íntimo de sonidos y compases que se expresaban en libertad, en diálogo con su cuerpo. Desde entonces, la imagen que de Isadora evoco es la de un alma persistente en la búsqueda de un orden particular que no naciese de lo que el mundo le obligaba a ser, sino que surgiera del conocimiento y de la defensa de sus valores como mujer y profesional en la danza. Cuando Isadora se lanzó a la conquista del mundo, había llegado a una madurez que le permitía plantearle retos a una sociedad hostil, porque en su mayor grandeza se había reconocido como un ser excepcional.

Al igual que Isadora, niños y adolescentes quieren expresar a su modo el resultado de su aprendizaje; sin embargo, nosotros los adultos  -estereotipados, esquematizados- no los dejamos "gritar" lo que sus propias vivencias pretenden hacerlos escuchar; sino que en un afán de expertos orientadores, ahogamos esos gritos obligándolos a ser y hacer lo que nosotros queremos que sean y hagan: "porque la vida es diferente ahora; porque el mundo así lo exige; porque lo digo yo; porque así debe ser". Contrario a Freire, afirmamos con nuestras actitudes un tipo de hombre temeroso a la libertad, en la medida en que ésta exige su autonomía. Y para enfrentar el mundo actual, el hombre, en su esencia de niño todavía, debe liberarse de sus prejuicios y supersticiones, de sus complejos e inhibiciones, de sus fanatismos, de su sentido fatalista, de su incomprensión temerosa del mundo en que vive, de su desconfianza y de su pasividad.

En nuestros niños, nuestro deber como docentes y padres es el de recordarles en la práctica cotidiana que son únicos, irrepetibles y maravillosamente diversos; con deberes y derechos inherentes a su condición humana, para que puedan "danzar" al ritmo de su propia experiencia y en libertad. Sigo atentamente el desarrollo de mis estudiantes. En ese camino mis ojos los han visto desplegar su propio compás; ritmos que me recuerdan insistentemente que sólo estoy aquí para guiarlos hacia su propia realización y para ayudarlos a encontrar ese orden interno que los lleve a edificar un mundo más humano.  

// (Connie Philipps)//

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