Utopías y desvaríos
Utopías y desvaríos (28)
El hombre más audaz e inteligente de esta tierra, a quien tengo el honor de conocer bien, más de lo debido, en este momento me recuerda que debo apresurarme al “vacío”, todo o nada, ahora o nunca… Le estoy mirando de reojo, y sí, le doy la razón; lo hago, porque él es un rey, el cuarto de una generación de reyes poderosos, ¡el que resplandece! Y el lugar a donde me indica ir, me aclara, es la apertura hacia muchos destinos nuevos, inimaginables.
―¿Debo morir, entonces? ―le pregunto, ya sin mirar a ningún lado, con el corazón contraído.
―Tu vida, el cuerpo que posees, este planeta, el universo y todo lo que te rodea, ¡entiéndelo!, no corresponden a la lógica que imaginas. Ni siquiera existes.
―Sin embargo ―me atrevo a contradecirle―, mis manos se agrietan o chamuscan con el frío o el fuego; mi cuerpo, tiembla de miedo ante la oscuridad; mis ojos ven, mis sentidos funcionan, ¡vivo!, ¡existo!
―Existen tus palabras. Tú no.
Fingiendo no verlo, miro en todas direcciones, menos en la que él se encuentra.
―¿A quién te diriges? ¿A nadie?
―Me temo que sí ―me responde, tras unos segundos de meditación.
―“Nadie” es alguien.
―Si pudieras ver, comprenderías ―me dice―. Tus ojos se han adaptado a lo usual, padeces ceguera: no ves, y por tanto no esperes que los demás te vean.
―¡Aquí estoy! ¡Sí puedo ver!
―No estás en ningún lado. Si quieres estarlo, ve, corre, derrúmbate al “vacío”, no te detengas ante los obstáculos, por nada. Vas a vivir el día en que tus pasos, cansados de divagar sin rumbo, se detengan en el espacio más áspero; lo harás, el día en que la sed o el hambre, te martiricen en lenta agonía… ¿Quieres existir? ¡Levántate!, ¡vive! Sabrás que lo estás haciendo cuando disfrutes del verdadero descanso, en donde tenga que ser; sabrás que eres alguien, la hora en que un bocado de comida, o un sorbo de agua, te salven de la muerte.
Pienso, respiro hondo.
―De acuerdo, maestro ―le doy la razón.
―Bien ―me dice por decir, fastidiado―. Inclínate ante mí ahora.
Me postro ante este ser iluminado, con mucha convicción.
―Levántate ya. Ve a conseguir comida y cerveza fría, ¡de inmediato! Aquí estaré esperando tu regreso.
Al cabo de media hora, más o menos, regreso con todo lo indicado. El cuarto rey come sin apuro, se toma toda la cerveza, eructa, bosteza…, y estando saciado, me pide un vehículo para transportarse.
―¿A dónde vas? ―indago
―A buscarme una meretriz y una buena cama.
―Pero…
―Sí, con tu dinero.
―¿Y todo lo que me dijiste acerca de la sed y el hambre? No entiendo nada…
―Todo eso es para ti, que eres joven. Yo, que ya estoy viejo, necesito estar cómodo.
Me extiende la mano. En un acto mecánico, saco uno de los fajos de billetes que llevo en mis bolsillos, porque eso sí, dinero y otras cosas elementales, nunca me han faltado.
Se va.
A los pocos segundos, un mendigo se me acerca, me pide una limosna. Me está diciendo que no ha comido en dos días, que tiene hambre.
Le miro, me mira, está pálido, sucio.
―Ven ―le indico.
Caminamos juntos algunas cuadras, nos detenemos en una calle donde hay varios restaurantes, entramos en uno, la gente nos mira, pido dos platos, se los doy, se los come, se sacia el hambre... Pido agua, se la doy, se la toma, calma su sed...
―Gracias ―me dice.
Salimos de ese lugar, nos separamos sin despedirnos, y aquí estoy de nuevo, donde siempre.
A estas alturas de la tarde, no quiero amargarme con ninguna suposición. Los pseudo-idealistas que pregonan palabras y viven en confort, a expensas de quienes han logrado convencer, francamente, deberían ser fusilados; los mendigos que se detienen en las esquinas a pedir limosnas, en tanto, deberían ser quienes se encarguen de extinguirlos.
―¡Volví! ―escucho de pronto.
A unos metros de mi, detenido bajo un árbol, me hace una seña el cuarto rey; o no, es el mendigo. Me acerco, distingo al rey, al mendigo..., ¡es la misma persona!, ¡me doy cuenta que no los he reconocido antes!
No sé qué más decir, callo, miro al cielo.
En esta agobiante tarde, el sol se ha ensañado con mis ojos, por lo menos desde hace un minuto, tiempo que llevo viéndolo sin pestañear.
“La sed y el aburrimiento me van a matar”, pienso.
(M.V.)
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