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Utopías y desvaríos (23)



Un amigo mío, eterno enamorado él, un día viernes me llama por teléfono a eso de las diez y media de la noche. “¡No puede ser!”, reacciono, antes de contestarle. Pienso: “o le ha pasado algo malo o necesita algo urgente de mí, porque llamarme en la noche, siendo hoy inicio de fin de semana, realmente es sumamente extraño”. Al fin me atrevo a responder, esperando lo peor, cuando de pronto, escucho algo inesperado: “¿Podemos tomar un par de cervezas?” Contrariado, a punto de colapsar por la curiosidad, le digo que no, de inmediato (los que me conocen saben que yo muy poco con el alcohol), pero que me cuente sus pesares, que podía contar conmigo. Entonces me dice que la mujer que ama, a quien nunca pudo acariciar siquiera, menos llevarla a lugares más íntimos, le ha reprochado una acción con dureza, y que se estaba yendo de él, para siempre… En un esfuerzo sobrehumano para complacer en algo sus deseos de embriagarse, le digo que acepto beber con él en otra oportunidad, cualquier día. “Ahora ya sé que podrás tomarte una cerveza con los amigos, ¡en adelante, sí!, a menos que vuelvas atrás y sigas como siempre, tan distante”, le enfatizo. El hombre, sumido en la tristeza, me sustenta su teoría acerca del amor y trata de hacerme reflexionar. Me dice, por ejemplo, que yo nunca me he enamorado de verdad, que por eso no sé lo que es amar, entre otras cosas. Al final, estoy convencido, le creo; sin embargo, deseo ya cortar la conversación, antes de morirme de aburrimiento y de hambre.

Nos despedimos.

Luego de una media hora, rodeado de un montón de grasa, ensalada, ají, gaseosa, etc., mientras devoro una pierna de pollo, pienso: “lo mejor de esta vida, aun sabiendo que la muerte nos acosa con el colesterol y los triglicéridos, sin duda, es comer. También lo es defecar, practicar coito, dormir, ¡y tantas cosas más! En contraste, hay necesidades del cuerpo que satisfacer en soledad. No me imagino ir por las calles con el estómago revuelto debido a la ingesta de carne o frijoles, con la media naranja a lado, involucrados ambos en un concierto de flatulencias; tampoco creo que los sudores, mal aliento, cabello despeinado, mal humor, ronquidos, etc., sean soportables toda una vida, por amor…” A punto de hilvanar un nítido y sonoro regüeldo, mis ojos se desorbitan de pavor y vergüenza. La razón: una mujer guapa, rubia, voluptuosa, ha pasado medio metro delante de mí, embriagándome con un aroma de flores; la veo eternamente bella, sin defectos, inasible…, mientras que yo, obeso, grasiento, dejo de comer y trato de engullir las papas fritas que me han hinchado la cara. Finalmente se va la mujer y yo, dudo un instante, mas no claudico ante mis pensamientos primigenios. “Son como yo en el tiempo”, me convenzo, finalmente.

A estas alturas de la noche, o madrugada, que sé yo, he llegado a la siguiente conclusión: “mi amigo es un héroe”. O “cojudo”, por perseguir una consumación que jamás va a palpar.

(M.V.)

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