Relato: De urkututu a venado




Autor Carlos Tafur Ruíz

De urkututu a venado

Terminada ya la instrucción primaria y siendo el mayor de los hijos, Heráclito tuvo que adaptarse a un nuevo ritmo de vida. Tenía que acompañar a su padre en los viajes que este hacía a la capital de la provincia por motivos de negocios, a la chacra, mayormente, o al monte, esto último con el fin de cazar y así proveerse de carne silvestre, ya que en el pueblo era escasa la venta de carne de res o chancho.

Un año antes de que Heráclito dijera adiós a las aulas, su padre adquirió un terreno que distaba una hora a pie del pueblo, terreno en el que hizo una chacra, abriendo así un pequeño claro en el bosque en el que abundaba la fauna y levantó al mismo tiempo un tambo con su terrado espacioso para ser usado como dormitorio. Desde el inicio, y más aún cuando hubo ya sembríos que requerían desyerbe o cosecha, entraron en acción para estos y otros menesteres los peones, quienes algunas veces mansionaban como se decía cuando no se regresaba al pueblo toda la semana, mayormente por ganarle tiempo al tiempo.

En una de esas mansionadas, algunos víveres estaban ya disminuidos, sobre todo la carne, que era parte importante de la alimentación en la chacra. Rosalío, uno de los peones, quien gozaba de la confianza del patrón y era buen mitayero, se hizo partícipe de estos aprietos, por lo que esa tarde, después de cenar y darse un refrescante baño en el arroyo que corría a unos veinte metros del tambo, agarró la escopeta retrocarga, unos cuantos cartuchos y su linterna a pilas e invitó a Heráclito para que le acompañara en su ida a una colpa que distaba unos veinte minutos, invitación que el muchacho aceptó sin titubeos.

Llegaron al sitio cuando ya había oscurecido, por lo que subieron rapidamente a la barbacoa hecha con fines de chapaneo; apenas se habían acomodado, oyeron un leve ruido en la charca que alimentaba a la colpa, entonces Rosalío preparó el arma y con la linterna alumbró el lugar del sonido. Al ver dos puntos rojos, apretó el gatillo y el disparo hizo eco en el bosque. Luego él y Heráclto bajaron de la chapana a recoger el supuesto picuro, pero se dieron con la desagradable sorpresa de que no era el apetecido roedor silvestre sino un casi destrozado urkututu. No fue poca la decepción para ambos; decidieron entonces volver al tambo llevando el ingrato trofeo. Una vez allí, colgaron a la malograda ave en una de las ramas de un robusto puspoporoto, “castigado”, pues en esos tiempos se creía que ella era un mal agüero.

Al día siguiente, cuando apenas clareaba, Rosalío se levantó de su cama bastante alegre y sin explicar el motivo de su buen humor, agarró nuevamente la retrocarga, un par de cartuchos, y cruzando el arroyo por un puentecito, se fue solo, rumbo a otra colpa. A un rato regresó con un venado en su espalda. Libre ya del peso del animal, corrió a “soltar” y enterrar al ave que estando ya muerta había sido castigada. Luego, mientras desayunaba, contó que en su sueño vio a una distinguida dama del pueblo a quien la vio tendiendo una sábana blanca ensangrentada, sueño que para él fue un buen presagio.

De modo pues que en cuestión de horas el urkututu se convirtió en venado y la muerte de esta ave rapaz nocturna, corroboró el conocido refrán: No hay mal que por bien no venga. Para los demás trabajadores, el final del suceso se tornó en un mejoramiento de rancho, sobre todo para Heráclito, que siendo en esos días el cocinero, hoy sería chef.

(Carlos Tafur Ruíz)

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