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Utopías y desvaríos (3)

Cuando, un domingo cualquiera, acompaño a mi madre a una iglesia, lo hago porque no quiero herirla, para que se sienta bien y le diga a sus amigas que su hijo es bueno, creyente. Eso sí, me siento muy cerca de la salida, en un rincón, de preferencia donde no pueda darle la mano a nadie. Así paso la media hora más insufrible de esa semana, rezagado en mi espacio, tratando de imaginarme, para no sucumbir, lleno de fuerza, activo en un gran coito; o me veo en un atril, frente a miles de sumisos dispuestos a venerarme eternamente... Pero mis pensamientos son efímeros, no hay nada que logre mejorar mi ánimo. Para colmo, con mucha cautela, debo deslizar mis manos por los bolsillos de mi pantalón, buscando ocultar la evidencia de mi tortuosa imaginación; de lo contrario, me siento intimidado con las miradas de las féminas.

Mi terrible desdicha, no obstante, surge cuando llega la hora de darnos la paz. No soporto este ritual ordinario, me conmociona; más aún si veo en primera fila, a un ex-político con su cara de mierda y de bonachón; más aún, si alguna mujer a quien conozco y sé de su avaricia, me sonríe a la distancia. Ahí es que pienso en las maldades de todos esos hipócritas encubiertos y ya no sé si reírme, patearles el culo, o ponerme a llorar de impotencia. 

Afortunadamente,siempre guardo la compostura, y en estos casos, lo que hago es toser en vano, con insistencia, en tanto me voy apartando con premura, hasta dar con el aire contaminado de la calle, que en realidad es purísimo si hago una comparación razonable.

Desde afuera, veo a toda esa sarta de hipócritas, apretándose sus mugrosas manos y exagerando abrazos, en extremado fingimiento respecto al bienestar de los demás.

Seamos sinceros, a nadie le importa el que su prójimo esté bien, para qué engañarnos. Conozco a muchas personas que aseguran tener una gran fe, que oran, cantan, hasta parecen conmoverse con el dolor ajeno; sin embargo, cuando la avaricia, la soberbia, el odio, la envidia u otro sentimiento afín, acompaña a sus intereses y se sienten obligados a mostrarse tal y como son, la oportunidad es propicia para compararla con algún argumento macabro, infernal. Ni el Judas traidor que aborrecen, ¡pobre!, se les parece siquiera un poquito: por lo menos este se ahorcó debido a sus remordimientos.

Pese a todo, no juzgo a mis semejantes. Que hagan lo que quieran, que vayan a donde mejor les parezca, que tranquilicen sus conciencias con rezos y loas, que se abracen y digan "la paz contigo" si creen que con esas palabras tontas van a cambiar lo que ya hicieron. Ja, ja, ja, ahora surge de mí esta risa, próxima a proclamarse, seguramente, como la intervención inminente delser de las sombras, que ha venido para perturbar mi tranquilidad. "Nada grave", preveo la voz de yo sé quién, "un poco de rezo te hará volver al redil". Y ese rostro que imagino, me da asco, todo lleno de arrugas, con esa mirada de miope, mal aliento... ¡Aggggg!

A veces, mientras veo el edificio donde mi madre se confunde con toda esa paria humanizada, pretendo derribarlo con una mirada intensa, de esas que llevan verdadera intención y fe; sin embargo, me aburre imaginar un escenario sangriento; además, quiero mucho a la mujer que me dio la vida, más que a mis malas intenciones.

Acabada la misa, por cierto, mientras los fieles van en pos de la ostia, ese domingo cualquiera que ha resultado tan poco saludable para mí, al fin me acoge evocando al alivio. Luego mi madre se me acerca, me toma del brazo y yo la obligo a irnos rápido.

// (M.V.)

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