Utopías y desvaríos (35)

 
 


La mañana del 4 de agosto del año 2009, una llamada telefónica me despertó de madrugada, para comunicarme una desagradable noticia. "Debes ser fuerte", escuché una voz conocida, "tu padre ha muerto".

A los pocos minutos, de vuelta a esa realidad incambiable que acababa de descubrir, se supone de un estado trágico para mi cuerpo, salí a la calle, a comunicar desdichas. Tenía que hacerlo, yo, nadie más. Durante el transcurso que me tomaría el avance, calculé las formas: con palabras suaves, sereno, sin extender demasiado el asunto.

Encontré a la primera persona, la más indicada por quien debía empezar, caminando cerca de un destacamento militar, por una calle arenosa. Era mi madre. Le dije: "tengo algo que decirte". Ella me miró…; yo no podía expresarme, me costaba mucho. "¡Habla!", me apresuró, impaciente. "Se trata de mi padre". Ella supuso lo peor, lo vi en su rostro; más que eso: percibí una intuición sobrenatural en sus preguntas, tan adelantadas a la verdad. "Sí, madre, murió hace media hora, más o menos", le hablé, o prácticamente corroboré sus afirmaciones.

Vi a una mujer triste, frente a mí. ¿Cómo pude haber estado dentro de ese cuerpo más pequeño que el mío?, me pregunté, mientras la abrazaba. Lo que recuerdo, como si fuera hoy, en este instante, es a una mujer vestida de forma sencilla, con la blusa y la falda raídas por el tiempo, los lentes de medida pegados a su triste mirar, y el peso de sus recuerdos en su cabeza de cabello negro-canoso. "Ya se murió…", habló para sí, bajito. Y la vi encogerse de hombros, conforme sus lágrimas caían al suelo. Luego arrastró sus pasos, lentamente, en retirada. 

En tanto mi madre avanzaba por esa sucia calle, mimetizada con la rusticidad del lugar, a cuestas con esa nobleza que la hacía tan frágil, el rostro de mi padre se impuso en mi memoria. Lo hizo, mostrándome sus facciones, propias de una seriedad un tanto maniática pero engañosa; recurriendo a sus frases, aquellas en donde la lógica transmitía una expresión lírica ("me extraña araña", me había dicho dos días antes, contradiciéndome una idea, entre copas); enseñoreado con el bigote que cuidaba de no cortar, generoso y abultado al contraste de su cabellera liviana; hipnótico en su mirada a través de dos ojos negros, por los cuales, en afán de broma, burla, o por el derecho que implican los excesos de confianza, sus hermanos le decían "Cagacho", en alusión al apego por la bebida y a la profundidad abismal de su mirada. 

Más tarde, mis dos hermanas recibieron la noticia por separado. La menor, la asimiló con estoicismo, pese a ser la más cercana a mi padre. Lloró poco, por lo menos durante el velatorio. La segunda, en cambio, al enterarse, entró en pánico. Pobre: tuve que darle un sopapo, para calmarla.

Después sucedieron muchas cosas, desde llevar su cadáver del hospital a la morgue, hacer trámites, buscar influencias para que no exploraran sus vísceras, contratar la funeraria…, hasta preparar el lugar donde depositar su caja y velarlo. 
Uno se siente solo, es verdad. Los amigos ayudan con la compañía, sobre todo si frente a ti están esas luces tenues, mostrándote una realidad que quisieras sea otra. Sin embargo, lo que no es agradable, es estar dando explicaciones a todo el mundo, contando los detalles. En esos instantes, quisieras repartir agravios y golpes a toda esa sarta de entrometidos, que a lo mejor tienen buena intención.  

El tiempo sigue... 

(M.V.)

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